Marruecos

Diego Steinhöfel Monge (Baviera, 1987)
E

El día antes de llegar a África, me tomo una Cruzcampo de lata en el bistró del tren rápido de Madrid a Algeciras. El paisaje andaluz se difumina en una interminable plantación de olivos y la luz me recuerda a Tierra del Fuego. Ahí viajé con Cyprien, antes de empezar a estudiar, antes de pasar el día en un cubículo frente a una pantalla. Mañana se casa en Marruecos. Cumplí treinta años y tengo la esperanza de que encontrarme con mi amigo me devuelva algo. Un sentimiento.   

El mozo saca brillo a las copas y nuestras miradas se cruzan. Asiento. Se echa el paño de cocina al hombro, abre el frigidaire y me alcanza otra lata.

 Llegamos al puerto de Algeciras a media noche. Un chico de mi edad en traje y corbata se levanta gimiendo, los ojos infectados por correos electrónicos, la cara aplastada de reuniones. Al verlo, mi mochila se vuelve instantáneamente más ligera. En la estación nos recibe el olor a romero, pescado frito y barcos. Un bus dobla hacia la avenida y desaparece en el tráfico. Se me eriza el pelo de la nuca. Un hombre apoyado en su Renault 12 me mira y exhala el humo de su cigarro hacia el cielo.

—Te perdiste el último bus al sur—dice y muestra sus dientes negros.   

—¿Vas a Tarifa? —pregunto.  

—No es tu día. Mi esposa me espera en casa con la cena, ya terminé la jornada.  

—¿Cuánto quieres?  

Muerde un palillo y escupe en el suelo.  

—Veinticinco, en efectivo. —Levanta la barbilla. Suspiro y le entrego el dinero. Empuja el asiento del pasajero hasta la guantera y señala hacia la parte trasera con el pulgar. Me mantengo al frente. Gruñe y me hace espacio. Levanta una caja de jeringuillas y guantes de látex del asiento y las guarda atrás. No digo nada. El tubo de escape salta y nos sumergimos en la noche.

El taxista enciende la radio y el informe meteorológico anuncia una tormenta. Ahora suena una canción de flamenco, ¿cómo podría ser diferente en Andalucía? Sigo los dos faros en su vuelo sobre el asfalto y aparece el mar en el horizonte.

—África —dice el taxista y reconozco la silueta de las montañas del Rif. Olvido al sombrío conductor. Catorce kilómetros me separan de Marruecos, de Cyprien, del sentimiento. En el puerto de Tánger daré mis primeros pasos en suelo africano.

—¿Estás de vacaciones? —pregunta.

—Parecido. Es un viaje sin fecha de retorno.

—Ah, eres uno de esos.

—¿Esos qué?

—Olvídate. No importa.

—¿Fuiste a Marruecos? —. El taxista sacude la cabeza.

—No vale la pena ir. Te van a robar.

—¿Cómo sabes, si nunca fuiste?

—Además, no tienen jamón.

—Tienen falafel.

—No sé qué es, suena aburrido. Mi esposa me espera con el mejor pescado frito de Andalucía.

—No puedes decir que todos los marroquíes son ladrones.

El taxista frena y apaga el motor.

—Mira, soy solo un taxista cansado. 

El vehículo sigue detenido a la entrada de la ciudad. Él espera a que me baje.

—Todavía no llegamos—digo, e intento controlar mi voz. Le muestro el mapa con la dirección. Se encoge de hombros. La calle está desierta, ladra un perro que parece del tamaño de un oso.

—Tu hospedaje queda en otra playa. Quince kilómetros más allá. 

—¿Y cuánto quieres?

—Nada —va al maletero y bota mi mochila al suelo. Bajo por mis cosas. 

—Devuélveme el dinero. 

—Mi esposa me espera, ya te dije —responde y desaparece dejando una nube de polvo. Levanto una piedra y la tiro al vacío con un grito. Me siento en la acera y lío un cigarrillo, el viento me clava arena en los ojos.

¿Qué haría Cyprien? En nuestro viaje en bicicleta por la Patagonia, un día nos agarró una tormenta. Teníamos que pedalear contra las ráfagas de viento y no había sitio dónde armar la carpa. Mi amigo, que también nos acompañaba, se desvió por un camino de tierra. Al final de este había una granja solitaria. Golpeó la puerta. Salió un gaucho que nos dejó pasar la noche en su granero. Si necesitas ayuda, pídela, me dijo Cyprien antes de acostarse. 

Miro a mi alrededor, pero todas las casas están a oscuras, no me atrevo a tocar ninguna puerta. Me alejo unos pasos de la carretera y desenrollo mi saco de dormir bajo un olivo. Mañana llegaré a Marruecos, pienso, y la luna tiñe el Estrecho de Gibraltar de plata.

Me despierto con los primeros rayos del sol y camino al puerto. Acá se besan el Mediterráneo y el Atlántico. En el horizonte luce Tanger, ciudad natal del trotamundos Ibn Batuta. Llegó caminando a China en el siglo XIV y escribió en su diario, nada es más lindo que Tanger. Jack Kerouac fumó hachís y escribió libros con William Burroughs en esta joya del Magreb.

En el muelle truenan los motores del ferry, una furgoneta con placa alemana espera en el parking. Me lavo los dientes en el baño y luego me dirijo al mostrador a comprar mi boleto.

—No viajamos, hay mucha tormenta—dice la mujer.

—Tengo que llegar al matrimonio de mi amigo.

—Hoy no. Vuelve en dos días.

—La fiesta es mañana.—Cruzo las manos delante del pecho. La mujer llama a un compañero.

—Parece que el viento todavía no llegó a Algeciras—dice este. —En una hora sale el último ferry a Marruecos. De acá, hasta el puerto de Algeciras son veinticinco kilómetros, si te apuras, llegas.

Me pongo la mochila al hombro y corro. La parada de taxis está vacía y sigo corriendo hasta el final de la ciudad. Llego a la estación de autobuses. Dos adolescentes con gorros de pescador escuchan Bad Bunny en el celular y fuman porro. Me observan desde una distancia.

—¿En cuánto tiempo llega el bus? —Ambos encogen los hombros. Sigo corriendo y llego a un grifo, mi polo gotea y mis pulmones arden. Aparece la furgoneta del puerto, conduce una pareja veinteañera. Inhalo profundamente, levanto el pulgar y sonrío. Me ignoran. El empleado del grifo me observa, como si estuviera haciendo algo malo.

Pasaron años desde mi último viaje a dedo. Con mi trabajo de oficina siempre quise aprovechar al máximo las vacaciones. Ganaba dinero para comprar vuelos y relajarme del trabajo. Aunque ahora sudo por el estrés, la sensación vuelve inmediatamente. Esta sensación de que detrás de cada parabrisas hay una historia. El flujo de los carros es como una ruleta. Pulgar, sonrisa, esperanza y repetir.

Un Renault 12 se detiene a mi lado de la vía. Es el taxista de ayer.

—Espero el autobús, —digo y retrocedo.

—Lo siento, te debo algo. —El hombre hace un gesto para que entre en el carro. Él es mi última oportunidad de llegar al ferry. A regañadientes me subo. Giramos hacia las montañas, el mar tira espuma de furor. El conductor muerde su labio inferior.

—Disculpa, ayer…

—No importa, conozco la ansiedad por terminar el día.

—¿En qué trabajabas?

—Estuve enfermo. Dejé el trabajo. Viajo al matrimonio de un amigo.

El taxista se gira hacia la izquierda, una lágrima cae por su mejilla.

—Me alegro de que te hayas recuperado. Cuidé a mi señora los últimos diez años, día y noche.

—¿Por eso, los guantes y jeringuillas?

—Algún día viajaremos como tú.

En silencio llegamos al puerto.

—¿Cuánto te debo?

—Corre, que vas a perder el ferry, —dice y me empuja fuera. Se despide y desaparece en el tráfico.

Soy el último en abordar, un marinero suelta los amarres detrás de mí. Los motores rugen. Subo a la cubierta, el viento me despeina. La proa avanza hacia Marruecos. 

E

Diego Steinhöfel Monge (Baviera, 1987)

Peruanoalemán. Estudió Ciencias Políticas en Munich y Buenos
Aires, y una maestría en Estudios Latinoamericanos en Amsterdam.
Trabajó como asesor en cooperación internacional para el
Gobierno alemán y diferentes ONG. Publicó su primer cuento de
viaje en una revista de Nepal. Trabaja y vive en Berlín.

maestria.escrituracreativa@pucp.edu.pe
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