El llamado del Sol

Jonathan Jorge Ocmin Gáslac

Las edificaciones eran colosales y se presentaban imperturbables y lisas al
contacto con sus manos. Se detenía en cada uno de los altos muros y, al
tocarlos, cerraba los ojos. En esos momentos, casi podía jurar que estaban
vivas, que respiraban. Luego, vio el reloj solar y se acercó a él.
—Fascinante… ¿Cómo es que se llamaba?
—Intihuatana, 'Donde se amarra el Sol' —contestó el hombre de rostro
milenario con seriedad.
El viento había empezado a ulular en medio de la edificación. El frío se
iba incrementando a medida que llegaba la noche, y los últimos rayos del sol se
desvanecían, con su tenue naranja, en un horizonte de montañas enormes.
—¿Me dice que una grúa mecánica lo destruirá?
El sacerdote creyó entender la pregunta.
—Una bestia plateada lo golpeará. Mucha gente alrededor. No entendí
qué hacían. «Comercial, Perú, atentado, patrimonio», repetían.
—¿Y eran como yo? —dije, señalándome.
—Blancos —asintió.
—Lo siento mucho.
El anciano lo miró en silencio.

La noche que llegamos al Cusco, el frío seco de la ciudad nos recibió
cuando apenas cruzamos la puerta del avión. Ni bien salió, Magdalena estiró
los brazos desperezándose. El cielo estrellado de medianoche nos dio la

bienvenida y, en su composición, no parecía distinto del de otros tantos lugares
que habíamos visitado: limpio, puro y del azul oscuro más hermoso que pueda
encontrarse. Magda se frotó los brazos, aclimatándose, y volteó a verme. Sus
claros ojos expectantes hacían juego con la ligera sonrisa que se le iba
asomando en el rostro.
—¡Llegamos! —dijo emocionada, a media voz.
—Llegamos… —repetí, agotado por el viaje.
Recogí las maletas y, tras salir a la calle, tomamos el primer taxi en
dirección al Palacio del Inka, un bello y acogedor hotel ubicado a pocas
cuadras de la Plaza de Armas de la ciudad. El nombre me pareció bastante
elocuente para nuestro deseo de vivir la experiencia completa cuando, una
semana antes, realicé las reservaciones previas al viaje. Al llegar, Magdalena
quedó encantada con el nombre y el lugar. El hospedaje había sido un golazo.
Aquella primera mañana, el gélido ambiente de la ciudad nos despertó.
Tomamos desayuno en el hotel y, después de cargar completamente lo
necesario —celulares, audífonos y cámaras— y de verificar las mochilas, nos
dirigimos a la Plaza para recorrer sus alrededores y visitar las agencias
turísticas. En cada una pedimos información sobre los recorridos más
completos a fin de no olvidar visitar alguna de las ruinas o espacios
arquitectónicos de la zona: Saqsayhuaman, la catedral del Cusco y el resto de
las iglesias, el Amarucancha, el Templo del Sol, Chuspiyoq, el Qoricancha,
Tambomachay, etc. El centro arqueológico de Moray, Pisac, Ollantaytambo, la
laguna Humantay, el Valle Sagrado de los Incas y el infaltable Machu Picchu se
repetían en la mayoría de las propuestas. Al ver en su cara el dilema, mientras
buscábamos un lugar donde almorzar le sugerí:
—Podemos escoger con calma, no hay apuro.
Ella me miró agradecida y, luego de un hondo suspiro, asintió.
Bajamos las empedradas calles cercanas a la plaza y, durante aquel
primer día, recorrimos la ciudad acostumbrándonos a la altura, al clima y a la
arquitectura de sus edificios, casas e iglesias. En los días posteriores,
recorrimos Pikillacta, una ciudadela que —según lo explicado por el guía— era

originaria de la cultura wari, y luego pasó al dominio del imperio. La siguiente
semana visitamos el popular Valle Sagrado de los Incas, con su extensísimas
vistas; Ollantaytambo y Machu Picchu, lugares que no pensábamos dejar para
el final y que queríamos visitar cuanto antes, de ser posible más de una vez.
Nunca he sido supersticioso, pero debo admitir que, durante los días
previos al evento principal, una especie de energía se acentuaba en el
ambiente cuando, retrasándome a propósito del grupo, lograba apoyarme en
las ruinas e intentaba percibir en ellas algo más profundo que el silencio bello
de las montañas y los valles. Algún eco prehispánico, que ululaba con el viento,
llegaba entonces tenuemente a mis sentidos. El primer incidente ocurrió poco
después de tocar la Piedra de los Doce Ángulos, ubicada a pocas cuadras de
la Plaza central. Un estremecimiento físico, que yo interpreté como producto
del frío de la región y la desnudez de mi mano, me hizo palidecer hasta casi
desvanecerme.
¡Ah, Magda! Aún recuerdo, vagamente, la caminata nocturna de ese día.
Recorrimos, tomados de la mano, la plaza principal del Cusco, cuyos faroles
nocturnos, recién encendidos, le daban un hálito fresco, íntimo y señorial.
Recuerdo que, durante todas aquellas tardes, tras mis extraños episodios, me
decías con auténtica preocupación: «¿Seguro que estás bien? ¿No prefieres ir
al hotel?». Y yo te repetía hasta el cansancio: «Ya te dije, mujer, no te
preocupes», mientras te acariciaba lentamente la mano.
Al día siguiente, rumbo a las ruinas, salimos a primera hora y
soportamos el camino en campo abierto mucho mejor que el resto del grupo,
probablemente por la expectativa puesta en el evento. Atrás habían quedado
tus preocupaciones de cuando palidecía al contacto con las edificaciones o me
detenía absorto frente a la inmensidad del paisaje. Cómo explicarte que, en
aquellos instantes, el cielo se volvía rojo cenizo, y el día y la noche se unían
para dar paso a un eclipse repentino; las nubes avanzaban más rápido que mis
pensamientos, la gente y los objetos se percibían como estelas de luz que se
repetían a cada segundo y, en el mismo espacio, convergían el pasado y el
presente; y autos y carruajes parecían tan ajenos a mis memorias como el
inicio del mundo.

Cuando llegamos a la última cumbre previa al mirador, desde donde se
puede admirar la ancestral ciudadela y en la que los visitantes suelen ubicarse
para tomar las tan ansiadas fotos destinadas a las redes sociales, te vi por
última vez con toda la lucidez que mis treinta y cinco años podían darme. Tu
rizado cabello castaño oscuro bailoteaba mientras dabas pequeños brinquitos
de camino hacia mí; tus ojos, ligeramente rasgados, me miraban vivaces. Sí, el
viaje había sido un golazo. Desde los selfies que nos tomamos ahí, teniendo a
nuestras espaldas las imponentes ruinas incas, mis recuerdos ya se hacen
difusos y vagos.
Recuerdo haber recorrido el interior de la ciudadela mientras el guía iba
hablando, y que te sorprendiste de muerte al ver las escaleras más diminutas
del mundo en mitad de la montaña, por donde antiguamente accedían los
oriundos pobladores de estas tierras.
—¿Eres peruano? —escuché a alguien preguntarme.
—¡Oh, no, no! Nació aquí, pero ha vivido en Europa toda su vida —te oí
replicar a uno de los guías.
…Los chasquis incas, mensajeros, eran capaces de recorrer más de
doscientos kilómetros por jornada…
—Entiendo. Dicen que a los peruanos que llegan aquí les afecta más la
mística de la zona. Por eso creí que era de aquí… se lo ve algo absorto —dijo
al ver mi rostro aturdido, pero entusiasmado—. Cualquier urgencia, por favor,
no duden en acercarse.
Recuerdo haber reposado, de rato en rato y por petición tuya, en
algunas de las rocas, hasta que nos cruzamos con el mutilado reloj de la
ciudad, cercado por débiles cadenas que fungían de perímetro. Su silenciosa
presencia, en medio de todo, era soberana, contundente.
…imperio más grande de la América precolombina: lo integraban
territorios de Perú, Colombia, Ecuador, Argentina, Bolivia, Brasil y Chile…
—Señor, está prohibido acercarse ahí… —replicó otro guía, de trato
amable, al verme extendiendo la mano para tocar la piedra.

—¡Disculpe! —contestó Magda, intentando llevarme a su lado, pero los
ignoré a ambos.
El disturbio generado por mi actitud había empezado a incomodar al
resto de visitantes.
…La red vial del Tahuantinsuyo alcanzó más de treinta mil kilómetros,
comunicando las principales ciudades y pueblos de la sierra y de la costa.
Alcanzaba ciudades tan distantes como Quito y Tucumán…
Apenas había tocado la base de la roca durante unos segundos cuando
el guía, quien inútilmente había intentado que obedeciera, se acercó para
apartarme. Mi resistencia hizo que tirara de mí justo cuando acariciaba uno de
los bordes arruinados del reloj. El filo de la piedra me hizo sangrar; de
inmediato, el cielo se volvió rojo bermellón, y el viento y el tiempo se
detuvieron; las ruinas se vaciaron.
Volteé sobresaltado, pues estas visiones siempre tuvieron la tendencia a
presentarse levemente y a darme cierta sensación de anticipación al evento.
Desde el interior de aquellas rocas, hombres y mujeres de distintos tamaños y
facciones brotaban uno a uno. Algunos, los más lejanos, parecían tener ciertos
rasgos caucásicos y más contemporáneos.
Algo pasmado, esperé el sacudón de Magda, que siempre me
interrumpía en aquellos trances, pero cada segundo que pasaba me iba
convenciendo de que no llegaría, si es que acaso Magdalena alguna vez
existió. Ante mí, vestido de modo ceremonial, el más ancestral de los hombres
nacidos de las piedras me habló. Un hermoso quechua antiguo salía de su voz.
—Eres hijo del Sol. Del Sol y de la Tierra. El viento, el agua, todo te ha
traído aquí —sentenció.
De inmediato entendí a qué se refería.
Me explicó que este pueblo encierra la energía del Sol, que es la energía
del tiempo. Un tiempo cíclico, eterno. Y que somos el pasado, el futuro, el
porvenir de las eras; que confluimos todos en un instante, cada segundo a la
vez, pero que la mayoría de la gente no puede verlo. Que somos la energía de
todos aquellos que han pasado a través de los resplandecientes rayos del sol,

hijos de una misma tierra, y nos hemos dejado maravillar por la incuestionable
verdad que encierra la vida, con su fugaz belleza, sin importar de qué rincón
venimos. Y, mientras me disculpaba por el Intihuatana destruido, me repetía
que todos somos tiempo: un tiempo infinito, ancestral, del que nunca nos
vamos porque a él pertenecemos.
Porque estamos en él todo el tiempo. En todos los tiempos.

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Jonathan Jorge Ocmin Gáslac

Bachiller en Literatura, egresado de la Maestría en Escritura Creativa de la Universidad Nacional Mayor de San Marcos (UNMSM). Ha publicado en diversas plataformas digitales de México y Argentina. Finalista de varios certámenes a nivel nacional. Actualmente, se desempeña como tallerista de lectura y escritura, docente de Letras en diversas instituciones y corrector de textos.

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