Eliot vino a quedarse

Adriano Albinez Encina

Una mañana, Billie deseó que Eliot regresara y Eliot regresó. La hora del almuerzo
había pasado. Billie leía un libro en el sofá cuando sonó el timbre. Abrazó el cuello de
Eliot apenas reconoció sus ojos negros. Se veía distinto de cuando se fue de casa. Tenía
unas ojeras profundas; y sus patillas, un color plateado.
Eliot tomó asiento y dejó la mochila en el suelo. Billie le dijo que se desatara las
botas y subió al segundo piso brincando. Eliot la obedeció. Acomodó las botas al lado
de la mochila. Dobló su chaqueta, dejó su gorra encima y se peinó con las manos.
Observó la habitación. Billie había trapeado la sala y desempolvado los muebles como
si la llegada de Eliot hubiera estado prevista. Una fuerte brisa entró por la ventana y
agitó las cortinas blancas. Eliot aspiró profundamente. Billie bajó con unas viejas
pantuflas percudidas y se las entregó.
Billie no había cambiado. Su cuerpo todavía era esbelto. Su pelo mantenía la
vitalidad y el brillo. Hasta sus manos y sus pies se veían suaves y fuertes. Mientras
tanto, Eliot había adelgazado y perdido el lustre del pelo, y tenía cicatrices en las manos.
Billie las tomó.
—Eliot, todavía no me has besado.
Y se besaron.
Billie miró las cicatrices con curiosidad y pasó el pulgar sobre ellas.
—Eliot, yo recé mucho para que tú volvieras. Al despertar, al dormir y en cada
comida. Colgué una cruz encima de nuestra cama. ¿Podemos rezar ahora?
Apretó las manos de Eliot. Tenía los ojos cerrados y rezaba en voz baja. Eliot no
era tan devoto. Contempló la boca de Billie mientras susurraba.
—Billie, yo no recé mucho. Me alegra que tú lo hayas hecho por mí.
—No quiero que me dejes otra vez.

—Con algo de suerte, no tendré que regresar. Y, si Dios quiere, nadie más lo
hará.
—Recemos para que así sea, ¿te parece?

La charla se extendió un buen rato. Eliot le preguntó muchas cosas a Billie. Ella
le respondía emocionada y divagaba. Le contó sobre sus padres, sobre los vecinos,
sobre los libros que leyó y las películas que vio. Billie quiso hacerle preguntas a Eliot,
pero no supo por dónde empezar. Cuando se le ocurría una, bajaba la cabeza y se
quedaban en silencio. La luz que se filtraba por las cortinas era cada vez más tenue.
—Empecé a hacer almuerzos solo para mí, así que no hay nada para cenar.
Pero tengo unos trozos de cerdo frescos. ¿Te gustaría que los prepare?
—preguntó Billie.
—No, por favor. Unos panes y té me bastarán.
—Haré el cerdo, entonces. Estás delgado. Parece que te hubieran estado
alimentando con migas de pan.
Encendió el foco de la sala y el de la cocina. Eliot la siguió. Sacaron el cerdo del
refrigerador. Esperaron que se temperara y lo adobaron. Hirvieron agua y vertieron
arroz. Hirvieron más agua y vertieron frijoles. Calentaron aceite en una olla. Colocaron
el cerdo y le dieron vueltas. El aceite salpicó en los brazos de Eliot y Billie rio al ver sus
disimuladas muecas de dolor.
Pronto la cena estuvo lista. Billie se sirvió una porción pequeña. Eliot llenó su
plato. Destaparon una botella de vino tinto. Ninguno de los dos era un buen bebedor.
Billie comió con mucha calma. Cortó los trozos de cerdo con suavidad y masticó
lentamente. Eliot engulló bocado tras bocado. Billie cató el vino. Eliot vació su copa de
un trago, tosió un poco y carraspeó.
Billie recordó una enseñanza que le había dado su padre cuando era niña: Dios
está en todas partes. Sin embargo, para ella, ese dote divino solo podía pertenecerle a
Eliot. Se sintió culpable por la comparación. Bebió el contenido restante de su copa y la
colocó bruscamente en la mesa.
—Eres todo en mi vida. No es justo. De verdad que no.
Llenó de nuevo las copas.

Terminaron la cena. Ambos tenían el rostro enrojecido por el alcohol. Lavaron
los platos y subieron a la habitación. Eliot vio una cruz de madera colgada sobre la
cabecera de la cama. Desempacó su mochila y se aventó de lleno sobre el colchón. Ella
buscó un espacio y también se recostó. Mientras que Eliot extendía sus extremidades,
ella adoptó una posición fetal. Su cuerpo liviano mendigaba el calor de Eliot. Apoyó la
cabeza en el brazo de su amante y se vieron a los ojos. Billie quería preguntarle algo
desde que llegó.
—Eliot, ¿te encuentras bien?

Billie encontró una cicatriz en la coronilla de Eliot mientras le acariciaba el pelo.
Él la tenía abrazada y la besaba ocasionalmente. Sus besos no tenían la fuerza juvenil de
antaño, pero incluso así nublaron la mente de Billie, que correspondió con embriaguez y
soltura. Billie rozó la nuca de Eliot con sus uñas y él respiró en su cuello. El hedor del
alcohol produjo un cosquilleó en sus narices. Unas gotas de sudor se deslizaron por la
frente de Billie y cayeron en las sábanas o se perdieron entre sus cabellos. En uno de
esos intervalos en los que sus bocas no se tocaban, Eliot le dijo:
—No hay nada ni nadie del otro lado, Billie.
Los besos cesaron. La bruma etílica se disipó. Hasta el sugerente olor ácido del
sudor perdió su efecto. Eliot giró hacia la orilla del colchón. Billie quiso continuar la
sesión amorosa. Le acarició la mejilla y la sien. No obtuvo respuesta. Se arrimó en el
hombro de Eliot y le dijo:
—Recemos antes de dormir.
—Sí, está bien —contestó Eliot en voz baja.
No se dio la vuelta para rezar junto con Billie. Ella escuchó las plegarias
susurradas de Eliot y lo acompañó con un padrenuestro. Le puso mucho empeño a cada
agradecimiento en su oración. Colgó la línea directa con Dios y apreció el silencio que
ocupaba la habitación. Se puso de pie para apagar la luz. Antes de acostarse, tanteó el
extremo de la cama para comprobar que Eliot siguiera allí.

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Adriano Albinez Encina

Estudia Literatura Hispánica en la PUCP. Obtuvo el tercer puesto en la categoría Cuento del concurso Antenor Samaniego (2019). Quedó como finalista en el concurso de relatos Tócame con tus Palabras (2023). Actualmente prepara una tesis sobre la obra de Mario Levrero y un díptico de cuentos.

maestria.escrituracreativa@pucp.edu.pe
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