¿Qué recuerdos alcanzas a guardar de tu padre hasta los ocho años? En mi caso, no tantos como quisiera, pero algunos imborrables: las escapadas para comer crema volteada en la dulcería de doña Enma (aunque a él se lo prohibieran por su diabetes), el olor a remedio de su loción capilar con la que a diario peinaba sus pocos cabellos, sus camisas estrafalarias (¡Tú qué sabes de moda!, le decía a mi hermano Martín cuando lo criticaba), y sus cachetes y su frente insolados cada vez que venía de la calle con un fólder bajo el brazo. Su rostro siempre solía estar rosado. Por eso, mis hermanas mayores le decían con amor "chanchito".
No logro recordar su voz con nitidez, pero sí recuerdo la tranquilidad que sentía cuando él me hablaba. La foto que comparto nos la tomamos cuando cumplí cinco años. Y es el instante previo a que me manchara el vestido escocés (regalo de mi mamá), con un vaso de chicha que tiré de la mesa por distraída. Mi padre me consoló por varios minutos y luego me llevó a que buscara otra ropa para romper mi piñata.
Creo que mi papá muy pocas veces me gritó, salvo cuando me manché las manos con pintura esmalte negra y las estampé en las paredes del segundo piso de la casa, o cuando me tomé aguarrás guardado en una botella de Sprite durante un apagón y me tuvo que dar varios litros de leche para expulsarlo. Mi papá me tuvo paciencia. Fui su última hija, a quien creyó varón y esperó con un patrullero de juguete y un calzoncillo miniatura naranja. Pero cuando me conoció fue el más feliz. Me contó que hizo una larga lista de nombres y eligió entre todos, Fabiola. Claro, mi madre lo convenció para que también heredara el de mi abuela. Así quedó: Julia Fabiola.
Cuando llegué a su vida, mi padre, Armando Torres, ya era un policía de la Guardia Civil en retiro. Por esos años, ya era un hombre mayor, pero muy activo. Fue uno de los fundadores de Santa Anita, el distrito donde vivimos, y apoyó a mi mamá en todos sus emprendimientos para construir la casa donde crecí. Fue también ayudante en la fuente soda de comida criolla, y operador sustituto en el centro comunitario telefónico que ella dirigió durante varios años en el primer piso de la casa. Ese negocio duró hasta que aparecieron los celulares. Algunos vecinos del barrio le decían a papá “El Sheriff”, porque organizaba las rondas de vigilancia nocturna. Mi distrito, antes de ser el hogar de muchos inmigrantes de los Andes, era básicamente campos de cultivo de la antigua Hacienda Capena, al este de Lima.
En julio de 1991, un ataque cardíaco se llevó a mi papá de un momento a otro. Sonaba en la radio “Sopa de Caracol”. Esa canción nos había hecho reír juntos días antes. Watanegui consup/Watanegui wanaga/Watanegui consup/Watanegui wanaga ¡Sacude, sacude! No sé por qué su letra se había vuelto tan pegajosa, y hasta iba a bailarla en una de las actuaciones del colegio. Ensayé la coreografía hasta la última tarde en que vi a mi papá. Desde ese día, todas las voces y letras se me hicieron un ruido confuso y pesado. Solo recuerdo que mi hermana Esther me sacó de la casa para caminar y me contó que mi papá se había ido a un largo viaje. Me costó mucho comprender por qué solo pudimos tenernos tan poco tiempo.
Periodista. Cofundadora de Ojo Público y fundadora de Salud con
Lupa. Becaria Knight del Centro Internacional para Periodistas y
miembro del Consorcio Internacional de Periodistas de Investigación
(ICIJ). Ganadora del premio Gabriel García Márquez, en la
categoría Cobertura, por la serie Venezuela a la fuga; y del premio
de la Sociedad Interamericana de Prensa, en la categoría Medio
Ambiente, por su reportaje Amarakaeri: la carretera que cruza el
corazón de la Amazonía. Trabajó como reportera en El Comercio
(2004-2014).