Intipunku

Patricia del Río Labarthe (Lima, 1970)
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Respirar. Si tomo dos veces aire por la nariz y lo exhalo por la boca puedo manejar mejor el cansancio. Uno, dos, unooo; uno, dos, unooo. Tengo que coger ritmo. Si no lo logro me voy a agotar. Me vale madre llegar última, pero me asusta quedarme tirada, sola, a mitad del camino. Como esa vez en el nevado Rajuntay, en Ticlio. Qué cólera le dio a Piero. Tenía los ojos como violentos, pero contenidos. Me da vergüenza acordarme de su cara. Mejor pienso en otra cosa. Un, dos, unoooo. Uno, dos, unoooo. Vamos a practicar respiración yóguica para no perder el ritmo. Uno, dos, unoooo. La mochila pesa una bestialidad. Debí decir la verdad. Cuando Piero me preguntó si podía con ella, le dije que claro. Cojuda seré, “claro”. Cómo que “claro”. Cuarenta kilos, metro cincuenta y se me ocurre hacerme la valiente y cargar un mochilón. Las rodillas me están matando. Hace rato que no me atrevo a enderezar la espalda. Me duele. Uno, dos, unooo. Uno, dos; unooo. Se me salen las lágrimas de dolor. No quiero que me vea llorar. A Piero le da una cólera cuando me quiebro… Mejor me pongo los lentes oscuros. Total ya salió el sol. 

Esta luz del Cusco es asesina. Da dolor de cabeza. Si me pongo los lentes me voy a sentir mejor y si lloro no se me va a notar. Mierda, dónde los puse. Soy una cojuda, Fernando me explicó cien veces que a la hora de empacar tenía que dejar a la mano lo que iba a necesitar en el camino. Uno, dos; unooo; uno, dos, unooo; si no respiro me voy a hiperventilar. Me estoy ahogando. La falta de aire en la altura se parece a mi ansiedad. Me lo dijo el jueves al enterarse de que había caminado trece kilómetros sin tomar agua. La había dejado en el fondo de la mochila y cuando paramos a disfrutar de Patallacta, esa hermosa construcción inca a más 2,700 metros de altura, ni siquiera me atreví a pedir un sorbo de la botella de alguien más. Prefería morir de sed antes que recibir una humillante reprimenda de Piero. 

El segundo día fue el peor. Subir a Warmihuañusca, a 4,200 metros de altura, es un reto que requiere perseverancia y coraje. Ese día no encontraba mis guantes por ninguna parte. Al principio no fue problema, el sol del Cusco puede ser incluso sofocante. Pero al caer la tarde, cuando el cielo se enciende y la silueta de la montaña se marca como si estuvieras viendo su sombra, las manos se congelan y los dedos empiezan a entumecerse. Llegué aterida, con los puños cerrados, encogidos en los bolsillos de la casaca para que Piero no lo notara. Fernando me recibió con una taza de té hirviendo y me la puso entre las manos.  Warmihuañusca es un nombre quechua que significa “Cuando la mujer muere”.

Si no fuera porque tiene buen humor y paciencia, Fernando ya me habría regresado a mi casa. El eterno compañero de caminatas y escaladas de Piero se ríe de mí. Creo que le transmito algo parecido a la ternura. Ojalá Piero se tomara las cosas más a la ligera. Total, ellos escalan montañas desde que tenían catorce años, yo nunca había caminado más de cuatro o cinco kilómetros. ¿Por qué le irrita tanto que me frustre cuando me canso? 

Uno, dos, unooo; uno dos, unoooo. Me duele el bazo. Qué mierda hay en el lado izquierdo de nuestro cuerpo que cuanto más fuerzas necesitamos, nos invade ese dolor tan antipático.  

A lo lejos se mueve algo. Parece que están a  unos dos kilómetros de distancia. ¿Serán ellos? En el espesor de la montaña a los caminantes siempre se les ve como puntos lejanos. Por eso su ropa suele ser de colores chillones, para que puedan ser identificados si se pierden o se quedan atrapados en los nevados. Hace rato los perdí de vista. En esta ruta es imposible seguirles el rastro. Los incas tenían que diseñar caminos muy angostos y con muchas curvas para dominar la ladera de la montaña. Ayuda que esté todo empedrado, pero es una ruta dura, me angustia rodar por un precipicio y que no me encuentre nadie. ¿Irá Piero pendiente de mí? ¿Volteará a ver por dónde ando? Con tanta vuelta no puedo distinguirlos. Carajo, otro toro echado en la vía. Por dónde lo esquivo. No hay espacio para pasarlo por el costado. Lo voy a tener que espantar. ¿Y si se achora? No tengo ni un palo, ni una piedra. ¿Y si corro gritando con las manos en alto? Si no se mueve, me jodí. Uno, dos, unoooo, uno dos, unooo. Aquí sentadita me voy a tener que quedar hasta que alguien me ayude a asustarlo. 

Este sol me está poniendo de malhumor. Extraño el cielo gris y encapotado de Lima. Piero no entiende cómo me puede gustar la neblina. Dice que soy sombría, como la ciudad. En la universidad me dicen la viuda, porque siempre ando de negro. Él, en cambio, tiene un aura especial. Cuando entra a un sitio, siempre atrae miradas. A las personas les gusta estar cerca suyo. Es diáfano. Con esa mirada fresca del que se ha subido a la punta de un cerro, literalmente, para bajarles las estrellas a los mortales. Verlo proyectar las diapositivas de sus excursiones a la cima del Huascarán, el Alpamayo, el Aconcagua es un espectáculo. Las nubes a sus pies. El cielo a esas alturas es tan azul que parece de mentira. La impaciencia que le sale conmigo se la he visto muy pocas veces. La primera vez que lo vi tratar con fastidio a alguien además de mí fue esa noche, regresando de Barranco, en la que lo paró un policía que lo hizo soplar tres veces ese tubito para ver si había consumido alcohol. Le molestó más que no le creyera que era abstemio, a que le hiciera perder el tiempo.

Dicen Piero y Fernando que a partir de los 5,000 metros los pulmones ya no se expanden. Que hay que aprender a caminar con la mitad de oxígeno del que normalmente dispone el cuerpo. Uno, dos, unooo. Los he visto partir, más de una vez, unidos por una cuerda y la determinación de alcanzar la punta de un nevado. No se les ven los ojos cuando ya tienen el equipo de montaña puesto. Los lentes no permiten descubrir sus miradas, los pasamontañas y cuelleras ocultan sus bocas. Las manos parecen las de un elefante por los voluminosos guantes. Pero la emoción, la osadía de quien va a desafiar a la naturaleza, al frío, a la vida, se les sale por los poros. Sus movimientos, su respiración, sus carcajadas son las de expedicionarios que van a doblegar el mundo. Parecen superhombres. 

Ahora mismo debemos estar a poco más de tres mil metros de altura y yo siento que voy a morir de asfixia. Uno, dos, unooo; uno, dos; unoooo. Y a mí quién me manda a meterme en ese terreno. Cuando Piero me dijo que venía con Fernando a hacer la sección del Camino Inca que conduce a Machu Picchu, como entrenamiento para su próxima expedición al Himalaya, debí despedirlo con un “que te vaya bien”. Mierda, me pica el pie y no me voy a poder sacar la bota de trekking. Pero claro, le tuve que decir “te acompaño”. Dónde se habrán metido estos. Cuando Fernando me preguntó si quería que me esperara para no caminar sola, le dije que no. Prefiero que se me astillen las rodillas en este camino de piedra antes de que me invada esa sensación de que no soy lo suficientemente buena. Uno, dos, unoooo. 

¿Cuánto dijo Piero que demoraba este último tramo? ¿Dos horas? Dejamos atrás las ruinas de Wiñayhuayna hace un buen rato, se supone que Machu Picchu está muy cerca.  No veo una puta piedra. Nada. La ciudad sagrada de los incas es enorme, imponente, a estas alturas algo debiera verse. Me duele la espalda, hace como tres kilómetros que camino con el zapato desamarrado, desde que pasé al toro. No me puedo agachar. Si me quito la mochila no me la voy a poder poner yo sola. Y me tendría que quedar esperando a que Piero venga por mí. Como en el Rajuntay. En Ticlio. Qué frío hacía en Ticlio.  Uno, dos, unoooo. Esa fue la primera vez que me uní a sus expediciones. Creí que iba a poder. Total, hago danza, bailo casi tres horas diarias, por qué caminar en la montaña se me hace tan difícil. Uno, dos, unoooo; uno dos, unooo. A Luisa, la novia de Fernando, ni se le ocurre venir. Será que no tiene nada que probar. Será que no se siente siempre en falta. 

Sí son ellos. Fernando me está haciendo señas. Quiere que me apure. Cómo le digo que no estoy muy segura de querer llegar a mi destino. La guía de Longines dice que entrar a Machu Picchu por los caminos que construyeron los incas para unir su imperio es una experiencia inolvidable. Que la ciudadela es invisible hasta que estás muy cerca. 

Si en este momento me desviara por ese surco tal vez me perdería, y Piero se sentiría culpable. Uno, dos, unoooo. 

Detrás de esa curva debe estar el Intipunku, la puerta de entrada al complejo arqueológico. Piero ya debe estar haciendo fotos. Fernando sigue haciéndome señas. Me aprieta el zapato. Con esta mochila no puedo correr. Uno, dos unooo; uno, dos. Mejor me apuro para que me vea Piero. Para que sepa que lo logré. Para que se enorgullezca porque lo hice solita. Yo solita. Mira Piero. Uno, dos, unooo. Ni te has enterado que lloré. Lo estoy haciendo mejor ¿no, Piero? Uno dos, unooo. Algún día te acompañaré a la cima de tus montañas, Piero. Aunque me muera de frío. Aunque se me doblen las piernas. Uno, dos, unooo. Porque yo puedo, vas a ver. Vas a ver que puedo.   

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Patricia del Río Labarthe (Lima, 1970)

Periodista. Dirige y produce los programas Letras en el Tiempo, en
RPP, y Navegantes, de la Librería de la PUCP. Es columnista del
diario El Comercio de Lima. Bachiller en Lingüística y Literatura en
la PUCP, donde también completó los estudios de Maestría en
Lingüística. Actualmente es alumna de la MEC.

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