Amor de chancho

Óscar Alfredo Aybar Cabezudo

La primera imagen que recuerdo es la cabeza de un chancho sobre un pedazo de tronco húmedo y sucio. El resto del animal yacía, en partes, en una pequeña mesa al lado del tronco. La balanza de pata de gallo reclamaba su lugar en una de las esquinas. Recuerdo precisamente esa imagen, y precisamente esa cabeza: la de un chancho, tal vez porque yo los criaba y nunca me había puesto a pensar cómo se verían muertos, decapitados. Mi hermano y yo recorríamos todas las mañanas la ladera izquierda del río, la que da para el mercado del pueblo, rumbo al establo donde criábamos nuestros chanchos. Era como media hora de viaje, claro, con los dos pesados baldes llenos de desperdicios que teníamos que llevar sobre nuestros hombros. Nunca pude entender por qué yo siempre cargaba los baldes más pesados siendo el hermano menor. 

El mercado siempre se armaba los fines de semana; de lunes a viernes, transitábamos sin mayores problemas que unos cuantos charcos que se resistían a expirar, o los ya acostumbrados montones de basura que dejaban los mercaderes. Teníamos que repetir el viaje tres veces, un total de doce baldes: ocho en la mañana, y regresábamos en la tarde a echar los cuatro restantes. Aunque llevábamos bastante basura, me daba la impresión de que los chanchos siempre se quedaban con hambre, sobre todo el Negro, un enorme espécimen de un cuarto de tonelada. Había comenzado hace año y medio, cuando mi padrino me regaló mi primer lechón; lo vendí y compré dos. Ahora tenía seis y, como se me hacía un poco difícil su manutención, le había pedido a mi hermano que me ayudara con la condición (impuesta por él) de hacerlo mi socio. 

Ese sábado nos despertamos más temprano de lo esperado; teníamos más desperdicios que otros días y tendríamos que hacer un viaje extra, para mayor felicidad de los chanchos. Cogí mi honda y mis piedritas de río y luego me puse mis viejas zapatillas marrones que ya me ajustaban, pero que —como no había otras y los zapatos de colegio eran sagrados— tenía que terminar de destrozar. Mi hermano prefería ir descalzo. Sus zapatillas ya se habían hecho trizas y no le gustaba usar ojotas; además, sus enormes pies parecían estar hechos contra charcos, basura, piedras, excremento y cuanta cosa se atravesara en su camino. Recuerdo la enorme cabeza sobre el tronco porque estaba justo al frente de la puerta de nuestra casa y era lo primero que veía al salir. Me quedaba un rato observando las enormes orejas caídas, los colmillos, los ojos tristes, y mi hermano que me apuraba con su delicadeza característica. Apúrate, carajo, que tenemos que terminar temprano. Qué tanto miras como huevón. Mis pasos se apresuraban, sorteaba a los transeúntes, las bolsas repletas y cuidaba de no derramar los baldes. Las placeras ofrecían sus productos a voz en cuello. Las cebollas, las papas, los limones, entre otros muchos productos, reposaban desparramados sobre costales viejos; los perros husmeaban tímidamente las mesas de los carniceros y los cargadores se abrían paso a tumbos entre la gente. Bajaba un poco el ritmo para descansar; la verdad, atravesar ese mar de gente no era tarea fácil. Avanza, huevón, por qué te detienes. Estoy cansado. Carajo, ya descansarás cuando lleguemos… ¡avanza, avanza! Era extraña la forma que tenía mi hermano de quererme, pero me quería, eso ni dudarlo. Cuántas veces sacó la cara y se fajó por mí en el cole o en el barrio. En serio, se sacó el ancho, y eso solo se hace por alguien que se quiere. Ya, huevón, andando, que no tengo todo el día; los chanchos se deben de estar cagando de hambre. 

Llegamos al establo, serían como las ocho, Cruzamos la explanada hacia el fondo, hacia los corrales: estos se dividían en dos bloques separados por un amplio pasadizo. Nuestros chanchos se encontraban en el primer corral, al lado izquierdo. Los animales, al escucharnos, empezaron a gruñir desesperados. Me introduje de un salto; los chanchos se me abalanzaron, hambrientos, con el Negro a la cabeza. ¡So, so, mierda! ¡Fuera, carajo! Y toda la mierda húmeda que se me pegaba a las zapatillas. Siempre era lo mismo, el pendejo de mi hermano nunca entraba al corral. ¡Animales de mierda! ¡Fuera, mierda! El balde esperaba en la baranda. Toma, huevón, apúrate. Agarro el balde que parece pesar cien kilos, una carrera corta y rápida, el desperdicio se desparrama en el comedero y los chanchos que riñen unos con otros. Los tres baldes restantes fueron cosa fácil. Ahora tocaba regresar a casa y repetir la operación, pero antes había que llenar los bebederos. Ya, huevón, echa el agua. Un caño de agua potable esperaba al fondo del pasadizo. Unos cincuenta metros más o menos: no era mucho de ida, pero de vuelta, con los baldes llenos, era bastante fatigoso. Ya me disponía a coger los baldes cuando, para mi desgracia (digo para mi desgracia por lo que me costaría ese chiste), descubrí, sobre el muro de uno de los corrales, al más pequeño, bello e indefenso pajarillo que jamás hubiera visto. Automáticamente, saqué mi honda del bolsillo izquierdo y las piedras del derecho. Apunté, con una delicadeza y precisión únicas; al más mínimo error, el animal escaparía. Pero ya no podía escapar, estaba en la mira, la piedra le reventaría el pecho y le destrozaría el corazón. Me regocijaba con el hecho de poder acabar con la vida de este animal, por más insignificante que fuera. Carajo, ni se te ocurra tirarle un hondazo a ese animal. ¿Por qué?, pregunté como cojudo. Porque te lo estoy diciendo yo, huevón. Mejor razón no podía darme. Pero qué tiene, lo quiero matar. Carajo, ya te he dicho que no. Era un animal sin importancia, que no merecía mayor discusión, a no ser por el hecho de que ya estaba cansado de que mi hermano siempre me dijera lo que podía o no podía hacer. Lo quiero matar. Ya te he dicho que no, carajo, ¿no entiendes? Lo voy a matar. Y yo que te saco la rechucha. En eso giré y apunté directamente a su rostro, el pajarillo alzó vuelo como presagiando lo peor. Baja eso, carajo, no estoy para juegos, se te puede escapar. Y juro que se me escapó, lo juro. La piedra atravesó los aires, como en cámara lenta; vi su rostro sorprendido, la piedra tapándole el ojo izquierdo y, luego, lo vi retorciéndose de dolor. Me quedé totalmente inmóvil, acababa de comprar mi boleto a la muerte. 

Puta madre, ya te cagaste. Empezaba a reincorporarse como un zombi en esas películas de terror de la tele. Mil cosas pasaron por mi mente en ese instante, desde la forma más infantil de escapar hasta la más cruel en la que iba a encontrar la muerte. De todas las decisiones que podía tomar en ese momento, tomé la más estúpida: corrí al fondo del pasadizo; sin salida, por cierto. Escuchaba los pasos de mi hermano cada vez más fuertes detrás de mí. Ya casi sentía su respiración sobre mi nuca. Me arrojé a un lado del pasadizo y, tratando de amalgamarme con la pared, cerré los ojos fuertemente. Lo escuché ir y venir una y otra vez; lo escuché detenerse, maldecir, agitarse. De pronto, abrí los ojos, lo divisé al fondo del pasadizo, donde reposa el caño del agua potable, tomándose el rostro. Era mi oportunidad, la oportunidad de sobrevivir. Eché a correr, ya inventaría algo que contarle a mi mamá; si no, me refugiaría donde mi padrino hasta que se le pasara; después de todo, no le había dado muy duro… al parecer. La salida de los corrales estaba a un paso, la explanada, el mercado y el escape final… y la mano que me coge del cuello y me tira para atrás. Cojudo de mierda, ¿creías que te me ibas a escapar? Ahora te voy a sacar la entremierda. No me pegues, Juan. Hermanito, fue sin querer, te lo juro, se me escapó. Veía su ojo izquierdo totalmente inflamado, tapado. Estás muerto, mierda, esta vez te pasaste. Empecé a llorar, tal vez creyendo que así ablandaría su corazón. Te juro que no lo quise hacer, te lo juro. Y yo que me encogía esperando el porrazo. Agarra los baldes y ve por el agua. ¿Qué? Que vayas por el agua, mierda… ¿o no escuchas? Sí, sí, claro. Tomé los baldes, corrí al fondo del pasadizo, abrí el caño, llené los baldes, regresé, los subí al muro del corral, salté al otro lado y los vacié en los bebederos. Ya está. Ahora sí me va a pegar. Puta madre. Agarra los baldes, que vas a ir por el desperdicio que falta. No recuerdo cuántos viajes me hice ni cuánto tiempo me demoré, solo recuerdo a la gente que me miraba sorprendida y mis enormes gotas de sudor reventando contra el piso de tierra. Estaba a punto de desmayarme cuando completé el último viaje y dejé caer los últimos dos baldes en la entrada a los corrales. Y el pánico de nuevo me invadió, mi vida peligraba otra vez. Juan, por favor no me pegues. Te juro que voy a hacer todas tus cosas todo el año. Solo me miraba, como meditando, inmóvil. Eso me aterraba aún más. Tengo dinero, te puedo dar dinero. ¿Cuánto tienes? Quince soles, de mi semana, pero no me pegues, ¿ya? Saqué mis monedas, sus ojos brillaron. Por fin, una luz de esperanza alumbraba el final del túnel. Dámelos. Mis quince soles pasaron a su mano derecha y de ahí a su bolsillo. Después solo recuerdo la hebilla de su cinturón marcando mi espalda, mi voz entrecortada pidiendo clemencia inútilmente y el gruñir desesperado de los chanchos. 

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Óscar Alfredo Aybar Cabezudo

Licenciado en Comunicación Audiovisual y magíster en Gerencia Social por la PUCP. Doctorando en Comunicación de la Universidad de Navarra. Es docente de cursos de guion en la PUCP, la Universidad de Lima y la Universidad Peruana de Ciencias Aplicadas.

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