Miedo a las alturas

Clis G. Yépez Oblitas

Calcula mentalmente levantando los dedos. Necesitaría más dinero. Mucho más.
Salió de la escuela y observó la construcción de paredes blancas que ese año albergaría
a una nueva promoción de futuros policías. Todos hombres.

—En todo lo que es la región, no hay escuelas para mujeres; para eso te tienes que ir a Lima, amiga. Lo que sí te podemos ofrecer es un paquete de ingreso a la Escuela de San Bartolo, pero eso tiene su trámite aparte, ¿no? Tendrías que conversarlo con el señor que ves allá, te puede informar mejor. Cuando te acerques, dile que te mando yo, a ver si te hace un descuento. La secretaria le señala a un tipo de mediana edad. El bigote abultado y los lentes oscuros de aviador con el marco dorado casi esconden su rostro. Habla rápido. —Mira, todo el viaje sí es carito, no te voy a mentir ni te voy a estafar, pero te vas con el ingreso garantizado, ¿me entiendes? Tus dudas las voy resolviendo en el camino, acá damos un trato especializado de tu caso. Yo mismo viajo y estoy con ustedes hasta que entren. Una vez dentro, ya es tranquilo todo, ya cubierto todo, como hotel. ¿Ves a las señoritas que están ahí? Todas van a contratar el servicio. Lo único que necesitas es la inicial de setecientos cincuenta, luego puedes ir pagando en cuotas el resto. Comprobó que había un grupo de chicas paradas y sentadas en una esquina de la
cancha de fútbol. Cubrían sus cabezas del sol con chompas, dos reían y tomaban gelatina en bolsitas de plástico. La más seria intentaba comunicarse con alguien por celular. El tipo seguía.—… si la vocación es verdadera, se hace hasta lo imposible por lograrlo, ¿no? Te dejo mi celular, cualquier cosa me llamas y te incluyo en el grupo. Eso sí, tiene que ser antes de fin de mes, porque se pasa el plazo y vuelas. Le entregó su número escrito en la parte trasera del volante de una discoteca y volteó hacia otra chica que hacía la cola con su padre. Ella dobló el papel y lo guardó con cuidado dentro de un cuaderno que llevaba en la mochila. Las palabras Dios, patria y ley pintadas en el muro que rodeaba la cancha de pasto amarillento la despidieron y se hicieron pequeñas a medida que se alejaba. Al salir, recibió sus documentos en una improvisada caseta de triplay pintada de verde. Caminó al costado del grupo de postulantes que esperaban noticias sobre el proceso de admisión. Notó que varias ya tenían el corte de pelo reglamentario. Quizás así las tomarían más en serio en los exámenes. Pensó que se veían bien.

Interrumpió la ruta del colectivo que la llevaba hacia su casa y se detuvo en la plaza de Urcos. La mayoría de las tiendas ya estaban abiertas. El sol tocaba las cabezas del monumento a una rebelión desmembrada siglos atrás. Entró a un salón de belleza y sintió el olor a agua abombada y acondicionador de coco. Una mujer barría el piso de madera. Con un gesto, la invitó a sentarse en una silla de plástico ubicada frente al
espejo. Mientras le ponía un poncho de plástico negro y le cubría el cuello con una toalla que le raspó la piel, ella observó los carteles con distintos tipos de cortes. Las fotos de Neymar y Guerrero monopolizaban las paredes.
—¿Las puntas, amiga?
—dijo la mujer mientras le soltaba la cola de caballo de casi medio metro.
—Corte policía, por favor.
—Ahora para policía ya no se hace ese corte, ¿sabes, no? Te puedes hacer el moñito con ganchito negro y ya está. Toda tu cola cómo te voy a cortar.
—El corte de policía, por favor, ¿cuánto es?
—Diez soles, pero si me dejas la cola, no te cobro. Gratis te sale el corte. Pero ¿estás segura? te puedo reducir las puntas…
—Diez soles está bien.
El dinero que había planeado gastar en el viaje no incluía ese corte. Supo que tendría que caminar la trocha que unía la carretera asfaltada hasta su casa y dijo adiós a la idea del pan con queso y jugo de frutas que había planeado desayunar en el mercado. El pedido de la peluquera de quedarse con el pelo le había resultado extraño. Poco confiable. Quién sabe qué se podría hacer con ese cabello que dejaba de ser suyo. Había escuchado que en la ciudad usaban el pelo de mujeres vírgenes y negras para los
implantes en las cabecitas del niño Jesús. El agradable sonido de las tijeras y las gotas de sudor que la mujer limpiaba nerviosamente con las mangas de su chompa reforzaron su sensación de estar dando un paso hacia algo bueno y diferente.
—Ya, amiga, ya está.
Observó su nuevo rostro en el espejo con una sensación de abismo en la panza.

Aún conserva la imagen de la policía que se sentó a comer cuando trabajaba ayudando en el puesto de caldo de gallina. Todas las madrugadas, su hermana cargaba en un triciclo ollas calientes cubiertas de tela, un balón de gas, la hornilla y una banca de madera. Se estacionaba en una esquina hasta vender todo el contenido. Ella la ayudaba los sábados. Ganaba quince soles por picar rocotos y lavar platos y cucharas con restos de saliva y grasa. La policía llegó a la hora del almuerzo, tenía el casco de la moto en la mano. Se sentó al centro de la banca de madera. Notó el maquillaje disimulado en su rostro, las botas brillantes y el pantalón impecable. Le sorprendió el tamaño del celular en el que leía y escuchaba algunos mensajes. La observó hasta que desapareció entre las calles.
—No sabía que había policías mujeres —le dijo a su hermana.
—Hay, en las ciudades hay.
Una idea germinó incómodamente en su cabeza.

Ubicó la escuela y la fecha de postulación conversando con un cliente del puesto. Un chico con el que había cursado la secundaria. Aunque aún no tenía edad para obtener el brevete, hacía de camionero con la licencia de su hermano. Conocía bien el camino y le explicó cómo podía llegar. Él no podría llevarla ese día, pero le prometió embarcarla con otro chofer.
—Ya, el Gerson va a llevarte, le voy a decir que no te cobre. Es buena gente. Agradeció la propuesta, pero sintió ese leve dolor en la garganta. Cada vez que se encontraba rodeada de personas desconocidas, sentía una bola atragantada en el cuello. La primera vez que identificó esto fue el día que limpiaba
maleza en la chacra de su padre. Junto con la noche, llegó un grupo de borrachos. Al verla, le pidieron entre gritos y risas que se acercara. Una fría sensación de vacío en la nuca hizo que saliera disparada hacia el cerro dejando el pico, el saco y el rastrillo tirados en la tierra. Esperó horas escondida entre unos arbustos hasta dejar de oír sus voces y volvió a casa de madrugada. Le explicó lo sucedido a su mamá; la molestia inicial con la que parecía esconder su propio miedo se fue disipando al escucharla. Le calentó un mate de habas y le dijo que había hecho bien al esconderse, que algunos hombres en ese pueblo podían ser así. A ella no le quedó claro ese «así». Y que, para la próxima, se lleve el pico en la mano. Esto lo dijo en castellano. Desde que ella y su hermana eran niñas, su mamá les decía en castellano las cosas que parecían más importantes.

—Es mucha plata, no tenemos.
Su mamá no dijo más y salió de la casa. Volvería horas más tarde con el aliento agrio y la mirada perdida. Se veía flaca, envejecida y cansada. En los últimos meses, el tiempo de duelo había sido transitado en la chichería, al ritmo de huainos y cumbias. A pesar del desgobierno habitual de la borrachera, la relación entre ambas se había fortalecido tras la ausencia de su padre. Ahora habitaban la casa con tranquilidad. Los cuerpos no paraban de cicatrizar. Habían pasado dos años desde el accidente. Al enterarse de su caída al río desde el puente, tras la celebración del Año Nuevo, ella tenía más preguntas que emociones.
Cómo era posible que tropezara de esa manera en una ruta tan conocida para él. También recuerda que su mamá estaba más desconcertada que desconsolada. Cuando el equipo de rescate halló el cuerpo, el reporte médico legal sugería que, si bien el cráneo y ambas piernas estaban fracturadas, su padre había muerto ahogado. Ella pensó en esas mismas piernas que alguna vez habían pateado su espalda y sus
brazos, al intentar cubrirse la cabeza. Y esa boca que sirvió para insultarla y atiborrarse de pisco adulterado, ahora estaría llena de barro y coágulos de sangre. Se acabaron los gritos, los moretones en el cuerpo y el terror que le producía el sonido de la puerta abriéndose en la madrugada. Aunque su padre hizo mucho ruido antes de irse, en ese breve silencio que solo la muerte le permite a la verdad, ella encontró algo muy parecido a la alegría.

Esperó varios minutos en el paradero hasta ver el station wagon blanco. En el auto estaban una chica y el chofer, se veían menores que ella.

—Eres la amiga del Jorge, ¿no? Sube.
La chica volteó sonriendo.
—¿A dónde vas?
—La vamos a jalar a Pucuto. A la Escuela de Policía.
Arrancó el auto y subió el volumen de la música.
—¿Quieres ser policía?
—Sí.
—Uy, ¿por qué, amiga? ¡Qué feo! Dice que para ser policía tienes que matar perritos y hacer un montón de cochinadas así.
—¿Qué?
—Sí, mi tío es policía en Puno.
—No es cierto eso, pues, Laura, ¿cómo le vas a decir así? Eso era antes, ahora ya no es así.
No había preguntado nada, pero Laura le dijo que estaba de vacaciones y que había subido de Puerto a estar unos días con su familia. Usaba aretes dorados, llevaba el pelo teñido con manchitas amarillas y el rostro precipitadamente pintado. Cuando se detuvieron en el grifo, pagó la gasolina y las gaseosas. Le ofreció una, pero ella la rechazó; sabía que, si ingería algo en el carro, le iban a dar ganas de vomitar.
—Tú también podrías estudiar —dijo Gerson.
—¿Para policía? No, me vuelvo loca yo encerrada.
—No sé si para policía, pero ¿acaso quieres ser mesera toda tu vida?
—¿Qué tiene de malo? Es mejor que ser chofer.
—No te molestes.
—Tú has dejado de estudiar desde hace meses, Gerson. Además, lo que ganarías en un mes engrasándote las manos en el taller, yo lo hago en un día. No vengas a darme consejos de qué debería hacer.
La pareja no volvió a decir nada el resto del camino. El silencio se llenó con salsas y reguetones que ella no había escuchado. Al bajar del auto, ella agradeció el viaje y le acercó cinco soles. Gerson le dijo que no se preocupara, que las amigas de sus amigos iban gratis en su auto. Mientras se alejaba, escuchó la voz de Laura que iba corriendo tras ella.
—¡Amiga!
Ambas se detienen, se observan brevemente mientras Laura recupera el aliento.
—Necesitas plata, ¿no?
—¿Plata?
—Yo sé dónde hay trabajo. Solo te digo por si acaso. Te dejo mi número; si estás buscando, me avisas nomás. Salimos el viernes en la mañana. Me cuentas, pues, solo no te olvides tu DNI, ¿ya? Ya estaba de vuelta en el asiento delantero del auto antes de que pudiera hacer más preguntas. Ella dio media vuelta e ingresó a la escuela por la puerta pequeña.

C
C

Clis G. Yépez Oblitas

Estudió Letras y Ciencias Humanas, con especialidad en Psicología Clínica, en la PUCP. Es magíster en Intervención Clínica Psicoanalítica por la misma casa de estudios. Actualmente, trabaja como psicoterapeuta de adolescentes y personas adultas. Se dedica a la docencia en temas de salud mental y psicoanálisis. Después de haber transitado por varios talleres literarios, intenta escribir. 

maestria.escrituracreativa@pucp.edu.pe
Formulario de Contacto
Síguenos en:
Archivos NN →
Hecho con 
 Booster Perú