Confinamientos

Javier Jesús Baldeón Osorio

De una materia deleznable fui hecho, de misterioso tiempo. 

JORGE LUIS BORGES

Ayer, cuando anochecía, el hombre que me daba de comer se demoró más de lo normal. Me miró con desprecio, pero no apartó los ojos de mi cara. Incluso esperó a que terminara para llevarse la escudilla. Eran papas sancochadas con una salsa picante y un montoncito de sal. Terminé rápido y dejé la escudilla en el piso. Una vez había intentado dársela, pero el hombre creyó que lo atacaba y me golpeó con su vara. Esta vez la traía atada a su cintura. La puerta estaba abierta y vi por ella, sin que él se percatara, la huerta y el árbol castaño donde años atrás una muchacha leía en voz alta. El sol iba a ocultarse y el cielo mostraba unas fisuras anaranjadas. Me sorprendió que el hombre no se marchara apenas me vio acabar. Se quedó ahí de pie, entre las sombras. Luego lanzó un gruñido y cerró la puerta.

Los perros ladraban a esa hora de la tarde. Yo los tenía identificados a todos. Había hasta doce perros que llegaba a oír. Algunos tenían las voces más roncas; otros, más delgadas o chillonas. Los viejos soltaban un espasmo cuando se entristecían o extrañaban a alguien. Pero aullaban más largo y más profundo cuando sabían que iban a morir. O eso lograban algunos, porque había perros que se morían muy débiles. Yo he sabido de las muertes de muchos antes de que lo sepan sus dueños, perros que no había visto o solo había visto una vez cuando íbamos por las mañanas al mercado y se acercaban a ladrarme o me gruñían mostrando los dientes. Yo los reconocía por sus ladridos y me daban ganas de decirles que me alegraba de verlos. La primera vez que vi a uno se me humedecieron los ojos. Fue cuando el hombre todavía usaba una lona para cubrir la carreta con la que me llevaba al mercado. Los perros ladraban porque olían mi presencia asustada entre los trancos que daban las ruedas en el roquedal. Pude oír entre los ladridos uno de cachorro, esforzados, parecían quejidos. Entonces la carreta dio un salto que me hizo rebotar en el piso de madera, la lona se deslizó por un costado y pude verlos rodeándome, con la cola apuntando hacia arriba y los gruñidos severos que dan antes de morder. También vi cachorros, indecisos entre esconderse o fisgonear. El hombre llegó blandiendo la vara, alcanzó a uno de los cachorros. El resto de los perros retrocedió. Algunos niños se acercaron y de esos sí tuve miedo. El hombre colocó la lona en su lugar, y vuelto a la segura oscuridad, pude proyectar mejor en mi mente la imagen de un par de animalitos empeñados en olfatearme de cerca. 

El hombre ya no me cubría con la lona. La gente ya se había acostumbrado a verme y ya no le importaba si iba o no cubierto. Cuando llegábamos al mercado solo nos quedaba esperar que pasara algún visitante, alguien que viniese de lejos y se detuviese a observarme con mayor curiosidad que el resto. Pero el hombre nunca dejaba de invitar a todos a acercarse. Tocaba con el palo las barras del carrito de madera y me instaba a moverme, a mostrar mis manos, a ponerme de pie. Les anunciaba a todos que tengo los pies y las manos de una persona, y mi pecho y mi sexo, que a veces debía descubrir del camisón, todo raquítico pero humano. Pero todos miraban apenas esas partes. Estaban concentrados en mi cara. Veía sus ojos que se redondeaban, sus bocas pasmadas. Las mujeres sentían asco o terror; los hombres, curiosidad o ganas de mofarse. Los niños soportan verme directo a la cara, podían quedarse horas apoyados cerca de la baranda esperando algún movimiento remiso de mi parte, un gesto de rebeldía, tal vez un gruñido o algo que me asemeje más a un monstruo. Se ofuscaban al comprobar que yo prefería permanecer quieto. No me molestaba cuando me insultaban sino cuando me lanzaban cosas. El hombre lo sabía y no dejaba a los niños acercarse. Además, ellos nunca dejaban dinero.

Después de que el hombre se fue, dejé a mi cuerpo derrumbarse sobre el heno. Recorrí mucho mundo con él y aunque la mayor parte del tiempo la carreta iba tapada con la lona, siempre lograba arrancar alguna imagen que iba construyendo con los sonidos que capturaba en el camino, con las voces que gritaban en los poblados, con el viento que silbaba en los cerros o sacudía las hojas altas de un bosque. También estaban el hálito cerca de las ciudades, la vibración inexplicable en las casas, el frío matinal que me helaba los huesos, el calor pegajoso en mi espalda y los olores de la tierra, húmeda o seca, o la felicidad inverosímil que se percibe en los rumores del mar cuando se acerca. Las olas rompían monótonas, pero a veces las atravesaba un ronquido. Y yo me atrevía a sospechar de la existencia remota de un mundo severo pero acogedor conmigo. Pero la carreta solo aparcaba para descansar, con lo cual la lona me descubría en una cabaña a solas con el hombre y una fogata, o para el trabajo en el mercado, con nuevas y numerosas caras boquiabiertas, pero el mismo oscuro presentimiento de que todo estaba a punto de salirse de control. Más de una vez el hombre huyó conmigo entre piedras y amenazas. Una vez rociaron de combustible el carro y el último chispazo lo detuvo el sacerdote, que me salvó bajo la promesa de que el hombre jamás volvería al pueblo con su contrabando satánico. En otra ocasión unos guardias me retuvieron y dijeron que había un médico muy interesado en verme. Pasé la noche en una carceleta oyéndoles bromear con la idea de que el médico vendría a cortarme en pedazos. El hombre apareció antes de que llegara. Vino con un tipo alto y de negro, que cargaba un portafolio metálico. Se presentó como un notario. Les dijo a los guardias que el hombre era mi padre, lo corroboró mostrándoles el interior luminoso del portafolio. Tuvieron que liberarme. A varios pueblos el hombre tenía vetado volver. Y en los que no, pronto se aburrían de verme y debíamos ir más lejos. Un día la carreta dio un viaje más largo de lo común, más de un día entero apenas interrumpido para darle agua a la mula, y cuando finalmente se detuvo habíamos llegado de nuevo a la casa y yo volví a mi cuarto. Íbamos al mercado cada vez menos mañanas. No volví a ir más lejos.

La noche fue filtrándose. El heno me lo habían cambiado por la mañana y rezumaba un olor fresco que me facilitaba la ensoñación. Las paredes de ladrillos mostraban orificios en los que imaginaba rostros observándome. Antes, el hombre solía dejarme un lamparín, pero un día casi incendié el cuarto y desde entonces he dormido en la penumbra. Disfruto de ella. Hay un agujero en medio del techo de cañas por donde veo las estrellas entre los intervalos azules que dejan las nubes. Si me canso, voy hacia un rincón, y observo un gran rayo de luz proyectándose en el piso bajo el agujero, y de golpe me siento feliz de no recibir ya sobre mí el enorme peso del mundo.

Pero ayer me mantuve despierto hasta muy tarde esperando el momento. 

La primera vez había logrado capturarlo sin proponérmelo, tumbado de espaldas bajo el agujero. De pronto el trozo de cielo que divisaba adquirió otra textura. El filo de las nubes desapareció; el infinito brilló como si se hubiera hecho de día. Conozco los relámpagos. No son comunes, pero los conozco. Son fulgores que enceguecen y arrancan a las nubes un ronquido feral, como grandes barriles cargados de piedras que se precipitan desde los cerros. El estruendo que vi esa primera vez, en cambio, era de un solo tumbo, seco y pesado. Golpeaba a la noche rotunda. El piso bajo mi cuerpo vibraba. Y al término, el aleteo de unas aves y los perros, siempre los perros, fueron las únicas señales de que no había sido mi imaginación. Las veces siguientes solo llegué a sentir la vibración bajo mis pies y, en el instante de un pestañeo, un resplandor que se filtraba por las carcomas de la puerta. Pero los sacudones crecían. Lograba oír al hombre que se atropellaba y corría descalzo para asegurar la entrada de su casa. 

El cielo estaba cargado anoche, amortiguaba la vista en su espesor. Tanta calma me arrullaba; cogí y me arrojé agua a la cara. Luego me recosté con la cabeza debajo del agujero. Hay murmullos, chasquidos en la madera, pericotes saltando entre las piedras, las patas finas de una cucaracha que emergen del heno, ruidos que uno aprende a reconocer luego de largas madrugadas palpando el silencio. Esa noche, en cambio, era insondable. Mis ansias invocaron la explosión. 

Fue demasiado próxima. Me arrojé a la penumbra, me encogí como un roedor. Oí gritos, retumbos, a muchos hombres invadiendo la huerta. Se repetían frases, consignas o santo y señas en un lenguaje que era el mismo que yo hablaba, pero cuyo significado no discernía. Cuando al fin me oyeron, me atoraba en sollozos y vomitaba. La puerta cedió a una patada. Vi dos siluetas que apuntaban sus armas moviéndose con la vacilación que tienen los ciegos. Eran soldados. Uno llegó, me iluminó el rostro. Vio mi cara, yo no la de él, pero lo sentí estremecerse. Se sumaron otros. Había parado de llorar porque el terror tampoco me lo permitía. Al fin apareció una mano firme, surgida de la negritud liquida. Me tocó un brazo y lo palmeó. Entendí que me liberaban.

Salí junto a un soldado a menos distancia de la que jamás estuve del hombre. También lo vi a él. Estaba oscuro, pero entre los fulgores de las llamas lo reconocí: la vara tiesa en su cintura, la soga suicida que rodeaba su cuello. Vi que lo descolgaban del castaño y arrastraban hacia una pira. A mí me llevaron a una carreta de metal. No la empujaba ninguna mula y era tan alta que la tuve que trepar poniendo una rodilla detrás de la otra. Las palmas de mis pies tocaron su superficie gélida, y allí me sentí de nuevo a salvo por una oscuridad que, aunque ajena, me reconfortaba con su familiaridad.

Me conducen aún. La última visita que recibí fue la de un soldado cuyas pisadas me recordaron el miedo y ansiedad que me provocaba el hombre cuando se acercaba con mi pábulo. Pero no vino para alimentarme. Traía un aparato que emitía la voz ronca de otra persona con la que reía y conversaba. El soldado me apuntó con él, me hirió la vista con un resplandor. Luego me lo mostró. Tras una placa iluminada y transparente, observé por primera vez mi rostro devastado por las deformidades. Entendí que el aparato congelaba el tiempo, acaso también me devolvía a él.

D
D

Javier Jesús Baldeón Osorio

Es licenciado en Historia por la UNMSM, con una especialización en edición y corrección de textos en la Escuela de Edición de Lima y otra en políticas públicas por la PUCP. Publicó un relato en la revista The Barcelona Review, además de crónicas y artículos en otros medios virtuales. Fue coeditor de la web Mono Milenario y actualmente dirige dos grupos de lectura.

maestria.escrituracreativa@pucp.edu.pe
Formulario de Contacto
Síguenos en:
Archivos NN →
Hecho con 
 Booster Perú