Nueve Relatos

Pequeñas caídas

Juan Carlos Ortecho

Reparto licores en el norte de Nueva Jersey. Los gringos me dicen el delivery guy cuando me ven llegar. Vivo en Belleville, en la calle William Street, donde antes vivían migrantes italianos, irlandeses y judíos, pero que ahora está lleno de latinos. Comparto un cuarto con dos ecuatorianos en el tercer piso de un chalet construido antes de la Segunda Guerra Mundial. Nuestros caseros son la única pareja de ancianos blancos que queda en esa cuadra. No hablo mucho inglés, pero voy a clases los martes y jueves por las noches; y los sábados temprano, a Zoni, un centro de idiomas a 20 minutos de distancia en bus desde William Street. Tengo un permiso temporal de trabajo y por eso pude obtener la licencia de conducir. Cada amanecer del lunes, tomo un tren del New Jersey Transit con destino a la estación de Paterson. La estación está sobre un viaducto que, a esa hora, se muestra vacío y oscuro, con apenas unos cuantos pasajeros que apuran el paso en sentido contrario a mí. Los gringos les llaman commuters, una de esas palabrejas en inglés que recién aprendí hace poco en Zoni. Llevan mochilas colgadas en los hombros y visten suéteres gruesos con logos de equipos de fútbol americano o de básquetbol y capuchas para protegerse del viento, que sopla más fuerte a esa hora. Ellos recién están saliendo rumbo a sus trabajos. No los volveré a ver hasta el próximo lunes y, aunque estoy seguro de que deben de ser los mismos de siempre, nunca los logro reconocer, pues miran hacia los costados o tienen los ojos perdidos en el cemento. Adivino que son latinos cuando la música que están escuchando rebasa sus audífonos. Salsas, reguetones, cumbias o vallenatos los delatan. 

Voy con tiempo suficiente antes de la hora de inicio de mi ruta de entregas, una vez por semana, a bares, restaurantes y minimarkets de Paterson, Great Notch, Little Falls, Fairfield, Verona, Caldwell, Wayne, Pompton Lakes y Haledon. Hace unos meses, eran para mí solo nombres en el mapa, pero ahora he aprendido a pronunciarlos y hasta sueño con ellos. Para el resto del mundo, incluso para los que viven cruzando el río Hudson en Nueva York, siguen siendo solo nombres sin significado, nombres que se recitan sin interés. Siempre camino midiendo mis pasos, evitando pisar las grietas en el asfalto y mirando con paciencia algunos trazos de grafiti pintados con espray sobre los postes de luz y las veredas que acompañan las seis cuadras que separan a la estación del almacén. Este aparece como una construcción cuadrangular sin números ni letreros, con tres portones plateados que brillan al final de una calle sin salida y sin gente, alineada por latones verdes malolientes que todavía no han sido recogidos por los camiones de la ciudad. Más allá del almacén, se ve el río Passaic, siempre verdoso y espeso, sin señales de movimiento o vida y bordeado por robles decrépitos. Detrás de ellos, ya aparece un sol blanquecino y las siluetas de los rascacielos de Manhattan.   

Debo completar más de cincuenta paradas antes de la medianoche. Son, en total, unas cincuenta cajas de vino y una veintena de whisky, vodka, brandy, gin y tequila. Más de ochocientas botellas en total, que deben ser entregadas en las siguientes dieciocho horas. Al amanecer, solo hay dos personas en el almacén: un joven dominicano que se llama Johncito —¿Será Johncito con c? ¿Johnsito con s?— y que siempre está escuchando bachatas, y Terry, el encargado de distribución, un negro americano al que le molestan las bachatas de Johncito y que este me hable en español. El almacén está sobre el borde del río. En su lugar, existía una casa del siglo XIX que fue construida con granito y arenisca por una familia de inmigrantes irlandeses que había hecho fortuna cuando a Paterson se la conocía como La Ciudad de la Seda. Era una mansión en forma de fortaleza a la que sus dueños bautizaron como Belle Vista. En su interior, cuidadosamente decorado, había un atrio de tres pisos, una vidriera, repisas de chimenea ornamentadas y columnas en forma de tirabuzones. Albergaba una galería de arte y una torre gótica de treinta metros de altura desde donde se gozaba de una vista sin igual de Paterson. Me enteré de toda esa historia en la clase de inglés de Zoni. La industria de la seda ya no existe desde hace un siglo y de Belle Vista solo queda un pedazo irregular de muro de granito en la pendiente que baja hacia las aguas muertas del río Passaic. Ocasionalmente, en las escaleras del viaducto de la estación de Paterson me he topado con prostitutas y travestis rezagadas, que esperan el tren con los zapatos de taco en la mano. Hoy los habitantes de esta ciudad somos latinos que, con suerte, solo conseguimos empleo sin calificación profesional. Muy pocos hemos ido a la universidad, y, si lo hiciste en tu país, eso aquí no sirve. Mucho menos si no hablas inglés. Lo que sí sirve es un permiso de trabajo y una licencia de conducir. Los ecuatorianos con los que comparto el cuarto de William Street no tienen papeles ni hablan inglés. Trabajan en apuestas clandestinas. Lo sé porque los he escuchado en el teléfono hablando del spread. Esa palabra sí la saben. En Zoni aprendí que tiene que ver con apuestas, pero no logré entender bien a qué se refería. 

El almacén ocupa unos mil metros cuadrados y tiene un sistema de aclimatación que Terry controla desde un espacio separado del resto del recinto por una tabiquería y por vidrios templados, que funge como su oficina. Hacia su derecha, las cajas de vinos franceses, españoles, italianos y portugueses se apilan clasificadas en anaqueles de aluminio que trepan hasta el techo, y hacia la izquierda están los demás licores. Hard liquor, los llama Terry. No entiendo por qué en inglés le dan un nombre tan agresivo al trago corto. En la entrada, estacionadas frente a los portones plateados, hay tres furgonetas blancas Ford Transit sin distintivos. Cada una puede llevar hasta dos toneladas de carga. Terry me entrega las llaves de una de ellas y, luego de embarcar las setenta cajas con la ayuda de Johncito, me hace firmar un manifiesto de hojas amarillas con las guías de remisión de la ruta que debo completar antes de que llegue la medianoche.   Para empezar, hay que salir de Paterson tomando Valley Road —una vía con edificios públicos, escuelas y supermercados que a esa hora permanecen cerrados— hasta llegar a la carretera 46. Una vez ahí, se dobla a la derecha con dirección al oeste. La parada inicial es en Great Notch. Notch quiere decir ‘muesca’ en inglés, y mi profesora de Zoni me explicó que lleva ese nombre porque en ese lugar vivía la tribu de los indios lenopa, y que, antes de que llegaran los colonos ingleses y cuando todo era un bosque azul, se podía ver un gran tajo en medio de los árboles. Hoy casi no queda bosque, solo asfalto y luces de neón, construcciones de dos o tres pisos donde se refugian McDonald’s, Taco Bells, gasolineras y salones de bronceado artificial. Por más esmero y atención que le he puesto, no logro identificar dónde estaba el dichoso tajo. La primera entrega es en el Great Notch Inn. Es un bar rústico, con techo de madera a dos aguas, que lleva en la entrada el nombre del establecimiento en luces rojas. Se anuncian bandas de bluegrass en vivo los viernes y sábados, happy hours los días de semana, y ladies nights los jueves. Las luces están apagadas, pues atienden a los clientes desde las 3 de la tarde y solo está Jairo, un colombiano que trabaja en el turno de medianoche y cuya última tarea antes de irse a casa es recibir las dos cajas de vinos italianos, mi primer despacho. Jairo ha terminado con la limpieza del lugar. Las sillas están sobre las mesas y se mezclan los olores del desinfectante, la madera y la cebada. Mi paso por el Great Notch Inn apenas toma unos tres o cuatro minutos, los que le alcanzan a Jairo para contarme cómo le fue el fin de semana a su equipo, el Deportivo Cali, en Colombia. Yo le digo cómo quedó la U en el Perú. No queda tiempo para más, pues restan menos de 18 horas y casi ochocientas botellas por entregar. Debo seguir por la carretera 46 y entrar en Little Falls. Little Falls significa literalmente ‘caídas pequeñas’. Pero en Zoni aprendí que falls también quiere decir ‘cataratas’. En Little Falls ya nadie habla español.

Juan Carlos Ortecho

Nació en Lima en 1970. Es periodista y autor de la novela La fe de ayer: amor, fútbol y revolución (Plaza & Janés, 2022). Estudió Ciencia Política en Eastern Illinois University y City University de Nueva York, y Derecho en la PUCP. Fue editor asociado de la revista Newsweek en español en Miami, y director de la agencia de investigación periodística INFOS. Desde 2019, es el editor de Deportes de RPP Noticias en Lima, y jurado de los Premios Nacionales de Periodismo convocados por el Instituto Prensa y Sociedad. Sus crónicas, artículos y perfiles han sido publicados en El Comercio, La República, Revista Poder, Miami Herald, Semana, Vogue, Soho, entre otros.

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