Despierto tendida boca arriba, con los labios secos. La luz de la mañana golpea mi rostro. Abro los ojos con dificultad y, poco a poco, reconozco el lugar que me rodea: el techo y las paredes blancas de mi habitación, la cortina de encaje que se balancea dibujando delicadas ondas y, sobre la mesa de noche, mi pequeña libreta al lado de la taza con café del día anterior. Con pereza, encojo las piernas y me impulso para sentarme sobre la cama. El día de hoy todo es transparente, luminoso. Un sueño blanco, pienso.
El sonido del tiempo es constante, pero también lo es el aleteo del ave que se posa desde hace un tiempo al borde de mi balcón, felizmente sin que nadie más que yo pueda verla. A veces, me mira fijamente a través del vidrio, como si quisiera decirme algo con insistencia, pero el invierno y las restricciones me impiden escucharla. Ambos sonidos provienen del otro lado de la habitación; reposo los pies en el piso y cruzo descalza el umbral hacia la sala.
El departamento tiene un balcón en el que, a duras penas, caben mi cuerpo y una que otra planta; unas puertas corredizas lo separan de la sala. Camino hacia allá, directo al precipicio; noto consternada que la pequeña ave de plumas tornasoladas, escondida detrás de la maceta menos visible, empieza a moverse cuidadosamente para acomodarse sobre la paja del nido que ha armado, con mucha dedicación, todos estos días. A través del vidrio, el cielo despejado me permite apreciar un horizonte de edificios dispares, una ciudad inmóvil.
—¿Cómo sobrevivir al miedo? —le susurro al ave detrás del ventanal, sin poder creer que, pese a las circunstancias, muchas especies persisten en permanecer.
El tiempo solo parece detenerse mientras observo al ave que empolla sobre su nido y la gran vía desolada detrás; solo ella y yo respiramos.
De pronto, unos pasos se escuchan tras la puerta del departamento. Aparto la mirada de la maceta y camino en dirección a ellos. Antes de llegar, una tarjeta envuelta en plástico ingresa por debajo. Los pasos desaparecen. Recojo la tarjeta y, al abrirla, leo la siguiente nota:
Estimado vecino:
Reciba un cordial saludo de parte de la directiva del edificio. Se le recomienda evitar el contacto con cualquier tipo de ave y se le recuerda que, debido al alto riesgo de contagio en la zona, está totalmente prohibido darles de comer, beber o alojarlas, tanto dentro de las instalaciones del edificio como en sus alrededores.
Atentamente,
La administración
Han enviado notas similares antes, pero esta vez parece ser diferente. Levanto la mirada y, por primera vez, entra el frío bajo la planta de mis pies. Me estremezco. El ave ya no está sobre el nido, se ha ido dejando sus huevos al descubierto…
¿Y si descubren el nido aquí? ¿Cómo hacer para mantener los huevos allí hasta que los polluelos salgan del cascarón? ¿Y si alguien se contagia? ¿Y si yo me contagio?
Necesito evitar estos pensamientos. Enciendo el televisor. Ya es tarde para el desayuno, el noticiario que está empezando lo emiten siempre cerca al mediodía. Lo dejo encendido y voy a la cocina a prepararme una taza de café y un poco de avena. Mientras enciendo la hornilla, oigo al presentador que anuncia una nueva ordenanza:
...así es, el Gobierno ha ordenado al Ministerio de Desarrollo Agrario detener la producción avícola con el objetivo de mitigar la expansión del virus, y ha solicitado a los productores exterminar a las aves criadas en las zonas de… —y prosigue— de no cumplir con estas medidas, los responsables serán denunciados por afectar la salud pública…
Súbitamente, nuevos sonidos llegan desde el exterior del departamento. Dejo la cocina y voy con rapidez hacia la puerta. Finalmente, observar desde la puerta y el balcón se han convertido en mis únicas actividades de conexión con otros seres vivos.
Veo a través de la mirilla a dos bípedos que caminan en dirección a la puerta de mis vecinos de piso. No logro reconocer el rostro de estas personas, pues llevan sobre la cabeza una especie de casco que solo les permite ver y respirar por cuatro orificios; además, cargan diversos implementos tan extravagantes como sus uniformes. Al abrirse la puerta del departamento de al lado, se escuchan unos sollozos muy bajitos. Ingresan y, luego de un rato, salen llevando en una camilla un cuerpo cubierto por completo. Un miembro de la familia vecina acaba de fallecer.
La muerte se ha vuelto aún más cotidiana. No hay responsables, pero quizás sí los hay. En lo único en que puedo pensar es en el ave de mi balcón y en su nido; en que, una vez que los polluelos salgan del cascarón, empezarán a piar. Los puedo escuchar en mi cabeza tan claramente como escucho el tictac del reloj y la hornilla encendida. Mi visión se nubla. Empiezo a sudar. No puedo dejar que el ave vuelva.
Regreso a la cocina, tomo la escoba y me dirijo al precipicio. Abro las puertas corredizas hasta que logro sacar por una abertura el mango de la escoba y, con un poco de dificultad, empujo el nido.
Luego de unos minutos, como si despertara de un trance, tomo una gran bocanada de aire mientras mientras fantaseo con que el nido haya caído primero y así los huevos se hayan salvado milagrosamente, lo deseo con todas mis fuerzas antes de que se me abra el pecho. Me resigno ante la improbabilidad de que esto haya ocurrido y evito echar un vistazo. El sonido del reloj marca los segundos con una violencia cada vez más profunda.
Cierro las puertas transparentes y regreso lentamente con el arma en la mano para dejarla en su sitio. A mitad de camino, escucho el aleteo del ave. Volteo y la veo posada en el balcón. Camina de ida y vuelta con sus cuatro dedos, buscando su nido sin éxito. De pronto, abre sus alas y vuela hacia el ventanal, revolotea y se golpea varias veces contra el vidrio irrompible.
Me quedo inmóvil mirando el espectáculo desde adentro y apretando fuertemente la escoba con mis dedos.
Al anochecer, regreso al dormitorio arrastrando los pies, adolorida, sin alma. Camino hasta tocar el borde de la cama, en la cual me dejo caer sin más, como si me lanzara de un acantilado con los brazos abiertos. Desde esa posición, veo mi libreta en la pequeña mesa de noche. Me arrodillo, la tomo y la abro en la última página escrita:
Anoche soñé que volaba en lo alto de un lugar luminoso desde donde podía ver el mundo entero, pero en lugar de excitación, la extrañeza y la desesperación se apoderaron de mí mientras buscaba algo preciado que había caído desde las alturas sobre un río furioso que aplastaría a cualquier ser que se atreviera a caer en él.
No recuerdo haber escrito ese sueño, no recuerdo muchas cosas de la noche anterior. Quiero olvidar también lo que sucedió hoy, pienso. Cierro la libreta y me acuesto boca arriba mirando el techo de la habitación, entrecerrando los ojos lentamente, imaginando la sensación de caer del piso diez.
Realizadora audiovisual, dedicada a la dirección y el montaje de proyectos cinematográficos documentales y de no ficción. En 2021, realizó su primer cortometraje, No me pertenece, que se exhibió en el ámbito local e internacional. En 2023, el proyecto Laura, que codirige, ganó el Estímulo Nacional de Desarrollo de Proyecto de Largometraje. Su práctica cinematográfica está muy ligada a la gestión de archivos audiovisuales y sus posibilidades creativas. Como realizadora, le interesa partir de experiencias propias para hablar y crear sobre el mundo que habita y cómo existe en él, buscando hacer de su práctica artística un trabajo artesanal en comunicación continua con otras artes. La escritura forma parte de esta exploración.