Puede que el sueño llegue… Puede que no llegue nunca.
Mosquito jueputa, no deja de joder. Sería mejor levantarme, podría ver la nueva temporada de Crímenes mayores. Y si ya terminó, vería la repetición de las noticias, con crímenes de verdad.
Podría, debería. Al menos rascarme como es debido.
Volteo, respiro hondo. Cuento hasta sesenta. Calor desde las paredes, desde la sábana de algodón. Concupiscencia por las nubes.
No debí reunirme con él, no era necesario, no me sirvió de nada, no tenía ningún pretexto, ninguna excusa. Lo aceché, desesperada. Observaba su nuca, sentada cinco filas detrás. Al terminar la función, tropezó camino al baño, nuestras miradas se cruzaron. Está muy encorvado, casi jorobado, pero insiste en usar polos de bandas de rock de los noventa. Fue él quien propuso caminar juntos hasta la avenida. Bocinas y perros sin dueño, acera resbaladiza.
En ese trance, que ahora repaso segundo a segundo, me porté de manera lamentable. Solo faltaba abrirme la blusa e invitarlo a un telo. Pobre. No es culpa suya que yo me apegue tanto a los recuerdos.
Y mientras mi esposo ronca a mi lado, yo imagino que en una de aquellas esquinas ese otro hombre levanta su brazo, toca mi mejilla y me toma de la cintura.
Ojalá el sueño llegue pronto, y si su fantasma no me arrulla, soy capaz de rascarme las picaduras hasta la sangre. Hasta las lágrimas.
La sangre, caminar sobre la sangre. Sé que estoy soñando, y en mi sueño recorro pasadizos kilométricos. Estoy en un almacén subterráneo de altos anaqueles. Los estantes de acero están atiborrados de productos de primera y segunda necesidad. Duraznos enlatados, barras de chocolate, distintos tipos de comida preparada. Envases de plástico, de papel. Colores brillantes, logotipos relucientes. De pronto, entre huevitos Kinder y conejos de chocolate envueltos en papel de aluminio delicado, encuentro una caja de cartón que me atrae como un imán. El papel es azul, con un diseño de copos de nieve. La caja tiene una inscripción con mi nombre y el mensaje «ABRIR DENTRO DE DIEZ AÑOS», en letra clara de factura industrial. Parecería que el producto fue lanzado al mundo para encontrarme. Adivino galletas de jengibre, azúcar impalpable, caramelo… y un tesoro, una promesa, un secreto, como en las navidades de la infancia, cuando ya anticipas los libros de aventuras bajo el papel de regalo. Como el del viaje maravilloso de Nils Holgersson, el niño que voló con los gansos silvestres, releído tantas veces. No sé en cuál de las mudanzas se perdió.
El teléfono suena de repente, no sé por qué rayos nunca cambié esa alarma predeterminada del infierno, se me detiene el corazón cada vez que la oigo. Ya son las 7 y, muy a mi pesar, tengo cuatro llamadas perdidas. ¿Qué cosa tan urgente puede suceder antes de las 7 a. m.? Ay, es nuevamente el jefe, incapaz de abrir su propia oficina. Quiere que me materialice a 12 kilómetros de distancia, sin maquillaje y volando sobre el tráfico, su hada preferida de las llaves complicadas.
El agua helada me azota y retornan las ganas de morir, o al menos tener fiebre muy alta y faltar al trabajo. Podría funcionar cualquier día menos hoy: estamos a punto de firmar un contrato grande con Honduras y tengo demasiada información como para poder orientar a un reemplazo.
Mi marido huye sin siquiera darme un beso, solo toma un plátano al paso. «Adiós, amor», le grito mientras corre por la escalera, ajustando su corbata. Se me hizo tarde de nuevo, y tengo que viajar parada en la S pirata, que se desvía por el mercado de Magdalena.
Muerte en la avenida Brasil. Así imaginé que se llamaría mi primera novela, en una época de muchas fantasías, cuando recién llegué a Lima. Alquilaba un cuarto pequeñito allí, encima de la lavandería de la cuadra siete. En aquel entonces, en la Brasil predominaban las casonas de dos pisos, hubieran sido impensables los rascacielos de ahora. El centro comercial, hoy cerrado, era entonces una novedad. Imaginé que esa novela tendría algo de policial y algo de romance, e incluso visualizaba su portada en librerías, con un charco de sangre y el círculo de luz de un poste, bajo versalitas amarillas.
Ahora que la combi se detiene por el cadáver de un transeúnte atropellado en la Brasil, muy cerca al mar, me agarrota el recuerdo, como si fuera ayer, y me siento responsable de esta muerte mañanera que ralentiza el tránsito vehicular.
Las pantorrillas no lograron entrar bajo la manta que alguien colocó sobre los restos. Se ve la basta de un pantalón de vestir, zapatos de traje, vellos oscuros sobre la piel clara, de textura familiar. Está boca abajo. A medio metro de distancia, clavada en el asiento del copiloto, analizo mi nuevo tono de sombras en el espejo lateral. Intento no mirar.
Es socióloga por la Universidad Nacional Mayor de San Marcos, interesada en estudios sociales de la religión. Poemas suyos fueron incluidos en los conjuntos Paradero desierto, Vol. I (2022) y Paradero desierto. Segunda llamada (2024). En 2022 publicó Érase un espejo, su primer conjunto poético independiente. Traducciones suyas del polaco fueron publicadas en la plataforma Vallejo and Company y en la revista Lucerna.