Nueve Relatos

La galería de los errores perdidos

Isaac Herrera Kalincausky

De espaldas a la obra de Dubov, allí donde colgaban las hojas desecadas del olivo multicolor de Mehler, su mirada posada en el recuadro de una pintura que nunca recordé con acierto me llenó de ternura. Vestía un sobretodo gris que le cubría las botas de plataformas anchas y altas. Inserta en ese calzado, disimulaba su corta estatura, pero, para mí, era como si anduviera elevada en un peldaño superior al de los simples mortales. Casi levitando, giró sobre su propio centro y, dando la cara, empezó a hablar con alguien a su costado. Difícil me resultaría hacer alguna aclaración sobre esa persona, porque ella no hizo mención de esta en su testimonio y yo nunca le pregunté quién era, así como nunca le pregunté nada. Pensaba que podía ser un amigo o un compañero de trabajo con quien acudía regularmente a eventos culturales; que podía ser su novio o un potencial sujeto con quien tener un encuentro sexual pasajero. Quizás era tan solo un extraño que coincidió con ella frente a esa obra por amor al arte. El devaneo fue fugaz, porque mi atención se dirigió hacia los rasgos de su rostro. El intermitente destello que se proyectaba desde las raíces de su cuello, paseaba por sus pómulos enrojecidos y se decantaba por los pliegues de sus orejas me confundía. Como un brillo entre lo artificial y lo divino, no sabía si era la combinación de escarcha barata y bisutería fina o era el reflejo de la estrella que la alumbraba. De cualquier modo, era su luz inmensa, pero finita, la que me hablaba de su virtud y su dolor. En medio de su tertulia, cuando pude reconocer el matiz de sus ojos, quedé absorto frente al turquesa de un mar en el que me remojaba en un sueño. Cuando las olas reventaban en la orilla, la sal bañaba las heridas de mi piel y, aunque ardía, me curaba. Aquella madrugada, había despertado porque no podía soportar el dolor que implica sanar, pero, en el instante en el que sus ojos me devolvieron al sueño, me encontré sin escapatoria y sufría con incesante suplicio. 

En mi cabeza, las coordenadas de mil universos posibles, ya imposibles, resonaban. Era como si los acordes que anunciaron la llegada del amor alguna vez retornaran con un ritmo desfigurado y una afinación extranjera; como una banda sonora fúnebre que teñía de tristeza las escenas de mi primer beso, de la primera vez que hice el amor, de cuando prometí estar juntos para siempre, de cuando discutí por el nombre de los hijos que no llegaron, de cuando hablé de envejecer juntos. Algo de lo conocido y de lo ajeno, de la distancia entre enamorarse y amar, había irrumpido con un nivel de disonancia tal que, mientras la miraba con intensidad desde el otro lado de la galería y, en el sueño, el oleaje del mar me atrapaba en sus vaivenes de sal, me encontré solo y sin esperanza de hallar refugio en mis fantasías. Sin el acceso a las ficciones más sublimes ni a las más bizarras, el erotismo que había despertado el encuentro primero de mi mirada con su imagen se desvanecía y, sollozando entre mis memorias truncas, los recuerdos de los amores que viví se tornaban en expresiones polimorfas, crudas, grotescas, inasimilables; condenables ante cualquier mirada. 

De pronto, todas las obras de la galería empezaron a transformarse. Las acuarelas y los óleos se entremezclaban entre sí formando remolinos y masas indeterminadas. Los lienzos, como máquinas centrífugas, descomponían los colores y, mágicamente, se dibujaban las imágenes que empezaba a concebir dentro de mí. En una de las pinturas, mi cuerpo desnudo y arañado en el pecho y los brazos y las piernas se reflejaba en un espejo que tenía escrito en cera y carmín las palabras «te» y «odio». En otra, una mujer con lágrimas en los ojos cargaba a un niño entre sus brazos. El niño tenía un halo que yo, con expresión de alivio, sostenía con hilos de seda, como un titiritero. También hubo una en la que yo y una mujer hermosa estábamos sentados en la mesa de un bar con aires a los años veinte. El semblante de tristeza en el rostro, el rojo en los ojos, la muñeca morada, los dijes azules de una pulsera quebrada que sostenía en las manos, la sensación de estar sola cuando estaba conmigo al lado era todo lo que ella me revelaba desde el lienzo. Yo, desconocido ante mi mirada, todo menos taciturno, con una rabia que me parecía injusta, con una rabia que no reconocía, existía ahí en el recuadro sin las lágrimas que recién brotaban del yo que estaba afuera. Así cambiaron cada uno de los recuadros de la galería. Todos me implicaban, pero no podía dejar de verlos con extrañeza, con desconcierto, con la confusión de estar atrapado en el laberinto de lo ajeno y lo propio; como si hablaran de mí y a la vez no. 

En cuanto a ella, noté que devolvió la mirada hacia la obra que tenía enfrente y que algo la hizo llorar y quebró su espíritu. Nunca supe qué la rompió, porque, como dije antes, nunca le pregunté nada. Fue entonces cuando la Policía irrumpió en el local, pidió a todos los asistentes que se retiraran y recolectó testimonios sobre los actos de vandalismo que ocurrieron en la galería (todas las obras fueron violentadas). Antes de irme, una de las hojas desprendidas de aquel olivo multicolor me alcanzó y, al recogerla, encontré escrita en ella la frase: «Nunca te perdonaré, maldito».

Isaac Herrera Kalincausky

Licenciado en Psicología con mención en Clínica por la PUCP y magíster en Intervención Clínica Psicoanalítica por la misma universidad. Es psicoterapeuta de adolescentes y adultos, psicólogo en una institución educativa y docente de temas vinculados al psicoanálisis. Compositor y guitarrista de la banda de indie-rock El Alguacil. Obsesionado por los libros. Escribe.

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