—¿Quién eres? —dijo, mirándose al espejo.
Tocó su rostro, y lo sintió suave, distinto; casi otra piel. Había, frente a él, un sujeto de pelo corto, humedecido, mentón afeitado y uñas limpias. Sin duda, un hombre respetable.
La camisa, aún abierta, revelaba una cicatriz enorme que dividía su pecho en dos. Sus dedos siguieron la ruta de la herida, pero el contacto no despertó ningún recuerdo. No es mía, se dijo con seguridad, y empezó a abrocharse la camisa, a esconderse dentro de ella.
El espejo le devolvía la imagen completa del cuarto. Trípodes, cámaras y reflectores parpadeantes. El piso estaba cubierto de tablones, cables y extensiones.
Volvió la mirada a esos ojos negros.
—¿Por qué estoy aquí? —le preguntó a su reflejo.
La respuesta fue el sonido de sus tripas crujiendo. Un aroma a vainilla y nueces le había inundado los pulmones. ¿Cuándo había comido por última vez? No lo recordaba, pero sabía que había pasado tiempo. Cerró los ojos y empezó a caminar, guiado solo por el olor. Alcanzó el punto donde el aroma era más intenso y abrió los ojos. Ante él, una mesa con bandejas de galletas y vasitos de plástico. Cada uno tenía un nombre escrito con marcador negro. ¿Acaso alguno de esos nombres era el suyo?
Se llevó a la boca dulce y salado, todo lo que cabía, y se bebió los restos de gaseosa de alguien más. Mientras comía, sus ojos merodeaban las paredes colmadas de fotografías. En todas ellas, la misma señora de pestañas oscurísimas, posando junto a conocidos faranduleros. Sobre las láminas de vidrio que protegían las imágenes, había escrito, con labial rojo, el nombre del famoso. Susy y yo; Rosy y yo; Reimond y yo.
Satisfecho de galletas, el hombre volvió al espejo. El sol de mediodía atravesaba la ventana y caía sobre sus hombros. El resplandor era intenso, le devoraba los contornos.
—¿Cuál es tu nombre?
—Lázaro —contestó el reflejo— y el hombre pensó que siempre había querido llamarse así.
Se miró las manos: ásperas, repletas de callosidades. ¿Manos de carpintero?, ¿de albañil?, ¿de jardinero? El reflejo no dijo nada.
—Lázaro me gusta —concedió el hombre.
Se oyeron aplausos, ¿de dónde venían? Del fondo del espejo. Algún tipo de gente se complacía con su bautizo. El hombre se sintió observado, así que se paró derecho y se peinó para atrás. Disfrutaba ver a este nuevo ser tomando forma. Un tipo que jamás en su vida se había inyectado heroína, y que nunca había dormido bajo un puente, tapado con cartones. Un hombre respetable.
Se abrió la puerta y una vocecita de mujer irrumpió en el cuarto.
—¿¡Media hora y solo te has puesto la camisa!?
Lázaro volteó cubriéndose los genitales. La chica de producción (la del lapicero en la oreja, que lo seguía a todos lados) miraba, fastidiada, desde el umbral de la puerta. Los puños a la cintura y un rollo de masking tape como muñequera.
—¡APURA, CÁMBIATE!, te están esperando —rugió ella, y lo miró con desprecio antes de salir. Esa mirada se quedó con él y le recordó bien quién era. Se cubrió como pudo y salió corriendo al pasillo.
—¡HEY, HEY! Me prometieron veinte soles —gritó.
Ella le respondió sin siquiera voltear el rostro.
—¡Cuando termines de grabar! —y siguió escaleras abajo. Encima que lo bañamos y le damos ropa, viene a pedir plata, se escuchó desde el primer piso.
El hombre volvió sobre sus pasos. Masticaba una rabia antigua mientras caminaba, pero, al tiempo que ingresó al cuarto, había olvidado ya el motivo de su enojo. Tan solo persistía una respiración agitada como evidencia de un hecho vivido y no solo de un sueño. El reflejo, sin embargo, respiraba sereno. Daba la impresión de haber estado esperándolo. El hombre tocó su piel de cristal y deseó volver a ser Lázaro. Se enfundó en los calcetines Lancaster y en el bóxer Boston (nuevo, impecable). Deslizó los pies entre las perneras del drill y se abrochó la correa.
Una vez vestido, el sujeto detrás del espejo tomó la palabra.
—¿Quién soy? Muy simple, soy actor de método. Frecuento teatros, filmaciones y rodajes. Mis padres están vivos, los dos, y se atienden con dermatólogos, nefrólogos y toda clase de doctores. Viven cerca a la playa de Barranco, al lado de un amplio jardín en el que solía jugar de niño, y donde ahora también juega mi hijo… ¿mi hijo?
El hombre paralizó cada músculo, y se sumió en la tarea de recordar. Los mecanismos de su mente trabajaban a toda máquina. ¿Cómo podría un padre olvidar a su hijo? Era imposible. ¿Cómo es su rostro? ¿Cuál es su olor? Cuando está recién bañado, huele a miel y pan de leche, se respondió, y empezó a crearlo desde el devaneo de un aroma que ya podía sentir. ¿Cuántos años tiene? Dos ¿Sexo? Masculino ¿Cabello? Rizado y castaño, como el de su madre. No perdió tiempo recreando a su esposa. Vivo solo con mi hijo, recordó, y dejó que su mujer fuera solo una cabellera flotante sin cabeza asociada.
Una risita de bebé lo despertó.
Junto al espejo, a escasos centímetros de él, un bebé tambaleante se esforzaba por mantenerse sentado. El hombre vio reflejados en el espejo sus dos pequeños piececitos, los cachetes encendidos y unos enormes ojos pardos.
El bebé levantó el rostro hacía el espejo y sonrió al verlo. Sus manitos acariciaban el suelo, intentaban coger algo que no existía. Se oía el susurro de un mar en calma y el murmullo de las hojas que el viento acariciaba. El bebé, impacientado, quiso arrancar pasto del suelo, y el pasto creció en segundos. Miró al cielo buscando mariposas y las mariposas aparecieron en el acto. La habitación se deconstruía y transformaba ante los ojos del hombre. Colibrís y caracoles salieron de sus escondites, y las flores abrieron sus pétalos al sol. Los reflectores eran ahora frondosos árboles y, bajo sus sombras, el bebé, soberano, aplastaba escarabajos con el retumbar de sus manos.
El hombre sintió la tierra mojada bajo sus pies, alzó la mirada y el cielo dorado violeta le colmó los ojos. Veía en cada forma de nube un rasgo de su hijo. Ama a los gatos y esa canción de Sinatra mientras lo baño. Odia el sonido de los grillos y la oscuridad. ¿Qué le daría hoy de cenar? Puré de frutas y pollito desmenuzado. Debía empezar pronto, pues ya comenzaba a oscurecer, pero el cielo tenía un magnetismo que le impedía apartar los ojos.
—Aquí vivimos —dijo fuerte para que el bebé escuchara—. Esta es nuestra casa y este cielo es nuestro techo.
Su hijo le respondió con un llanto que, extrañamente, se escuchaba lejano. El hombre vio cómo el cielo se resquebrajaba y, tras las fisuras, podía verse el techo gris de un cuarto cualquiera. ¿Dónde está mi hijo? Intentó localizarlo, pero el bebé ya no estaba. Corrió y lo llamó a gritos, entre plantas que se secaban y árboles que se caían a pedazos. El jardín entero se deshizo dando paso al gastado piso de madera. El hombre dejó caer sus dos rodillas al suelo y arañó la madera del piso, exigiéndoles a las grietas que le devolvieran a su hijo, su jardín, su vida. No había caso, ya no estaban; solo quedaba un único rastro de aquel jardín primigenio: el llanto del bebé.
Se levantó del suelo y abandonó la habitación persiguiendo los sollozos de su hijo, tal y como lo hubiera hecho el primer hombre sobre la Tierra la primera vez que perdió de vista a su primogénito. A través de la ventana, una voz de megáfono lo llamaba por un nombre que no era el suyo. Desde el primer piso, venían los gritos de la chica de producción, clamando que lo llevaran, que estaban retrasados, y que, si era posible, lo bajaran de las orejas.
El hombre llegó al final de un pasillo, atravesó una puerta apenas entreabierta, y entró a un cuartito de dos por tres. Ahí, sobre un corral sucio, descansaba un bebé de ojos tristes, que lo miró unos segundos y paró de llorar. Pedacitos de leche seca permanecían adheridos a la comisura de su boca.
Sin previo aviso, un brazo de mujer lo arrastró afuera de la habitación, como si no pesara nada. Lo hizo bajar las escaleras, cruzar el pasadizo y llegar a la puerta principal. A lo lejos, el bebé retomaba el llanto.
***
Salió por la puerta principal de la casa y la luz de los reflectores le hirió la vista. Cuatro o cinco personas le hablaban al mismo tiempo.
—Ponte el micro.
—Que no se vea.
—Tocas la puerta tres veces.
—Esperas.
—Y ahí mismito va a salir tu madre.
—La abrazas.
—Y lloran...
—…o ya tú ve.
—Pero que sea emotivo.
—¿Entiendes?
Uno de ellos trajo del brazo a la señora de pestañas oscurísimas. Caminaba como modelando y actuaba una sonrisa de la mejor manera posible. Esta es tu madre, le dijeron. Cómo está, qué tal, mucho gusto. Así conoció a su mamá, que lo esperaba desde hacía doce o trece años; a su sobrina, que soñaba con ser cantante; a sus amigos recicladores, que habían sufrido y gozado la calle con él; y hasta a un cura, que lo había rescatado del alcohol metílico y lo había convertido a la palabra.
Alguien pidió silencio.
—Que se callen.
—Que ya empezamos.
Los vecinos del asentamiento humano habían rodeado la casa. Ojos expectantes, politos sucios, y un cartel de bienvenida con papel lustre en los bordes.
Un tipo que llevaba en andas una enorme cámara se le acercó.
—¡Último comercial!
—¡Entramos en quince, catorce…!
El reportero se paró a su lado, micro en mano, y le susurró órdenes al oído.
—Agradeces al canal por la ropa, no te olvides; y la conductora se llama OLENKA ¿entendiste? O-LEN-KA. Le han inventado cada nombre…
—Quiero que me llames Lázaro.
—Locurita, no me vengas con huevadas a estas alturas…
—Si no me llamas así, me voy.
—Tres, dos, uno, ¡AL AIRE!
Empezó la grabación y el presentador no tuvo más remedio que llamarlo como el hombre deseaba: Lázaro. Pronunciado y repetido por esa voz vibrante, el nombre cobró una inusitada consistencia. Había comenzado a existir.
Lázaro abrazó a su madre y lloró con ella, cantó con su sobrina y se arrodilló, piadoso, ante el cura.
***
Cuando la grabación terminó, estaban tan contentos con Lázaro que le dieron cincuenta soles. No veinte, cincuenta, y ¿no quieres ser panelista en el talk show de Lucrecia? Pero no te vayas, pues, quédate un rato más ¡hemos hecho treinta puntos! ¿Sabes lo que son treinta puntos? Toma una chela ¡Vamos a celebrar!
—Tengo que irme, mi hijo come su puré de frutas a las ocho.
—¿Qué hijo vas a tener tú, oe? Chupa nomás.
Y se rieron durante dos o tres minutos, sentados en cajas de cerveza, recordando a un viejo borracho de Puente Nuevo que quiso cobrar cien mangos únicamente porque tenía un solo ojo. Los tuertos y los mancos valen más, pues, dijo un camarógrafo.
El día había sido perfecto y la noche prometía mantener ese color. Más aún ahora que al bebé de la señora ya no se le escuchaba llorar.
Egresado de la carrera de Comunicación Audiovisual de la PUCP y próximo a completar la Maestría en Escritura Creativa en la misma institución. Actualmente, se desempeña como storyteller y realizador audiovisual en diversos proyectos, mientras escribe su primera novela.