Son alrededor de las 2 a. m. de una noche y su enclenque garúa, sus calles sin pisadas. Latea por la avenida Benavides con un diploma bajo la axila derecha. El diploma va cubierto en un estuche de cuerina negra; un estuche acolchado, espumoso, verdaderamente lindo. Deputamadre. Firmeza, causa, firmeza. Dentro del saco azul marino, también lleva una medalla de oro de a mentiras: en el bolsillo interior de su bléiser azul, una medalla pintona, como las olímpicas, una medalla para los námber guan. Deputamadre, te digo: camisa blanca, corbata de seda y zapatos marrones bien lustrados: tiza y charli. Ganador, pues. Pura pompa. Pura farsa. Al menos, el estuche de cuerina negra le hacía una caricia ahí debajo; una caricia sutil, pero cierta, en el sobaco derecho, cerquita de donde va el corazón. Y con todo y su corazón, y la medalla de oro trucho y el diploma recubierto por su estuche de cuerina, latea y latea, desanda lo andado por la combi pirata: casi sesenta cuadras con una sensación de cientos o miles, millones de cuadras de vuelta desde el puente Ricardo Palma hacia el parque Kennedy, en Miraflores. Latea esas cuadras, digamos, multiplicadas por los postes en ambas orillas de la avenida Benavides: latea y latea entre el escaso rumor del va-y-viene de los taxis, y ningún transeúnte a esas horas por las veredas de Surco: solo él; solo él en ese conito de luz percudida que forma el alumbrado público a cada uno de sus lados hasta perderse de vista: aquellas recatafilas de postes como estrellitas borroneadas por la garúa, garúa de mil mierdas, escuálida garúa puramente limeña, sí, y las estrellitas ambarinas y medio fantasmales que se alargan rumbo a Miraflores, se alejan al infinito y más allá mientras latea, causa, al infinito y más allá, como dicen en alguna película gringa, ¿verdad? ¿Y quién no ha querido que su vida sea una peli norteamericana de Joligud? De Joligud, huevón, se-usa-en-USA. ¿Qué vida no tiene de teatrera, de violencia y de romance, de harta huachafería chiclosa, barata, resuelta? Pero tu vida y mi vida y su vida son sudamericanas, sudacas a mucha honra, películas tercermundistas; más bien, el desenlace de todo: el infinito y el más allá de un solo sopapo, causita, la fatalidad que vengo contándote para que entiendas, para que comprendamos que somos, como dice el poeta, carajo, «signos inconclusos por el cándido desgarro de nuestras pasiones», que da lo mismo si es un ideal político, un sueño igual de intrascendente como montar un negocio en el que empeñarás tu ahorros por completo o pegarse locamente a un vicio: el chamo, la ganya o el pastel. O una mujer. Una chibola también de veintipico años, también de nuestra edad, fue «su cándido desgarro», y él rompió con medio mundo: con su madre, con su padre, con algunos buenos amigos y con cada persona que le aconsejara «piénsatelo, zambo, es un noviazgo de tres años, zambito, le vas a cagar el corazón a la muchacha, no hay forma». Pero sí hubo, y fue, de hecho, una resolución dura, seca, torreja por decir lo menos: se mandó a mudar de su vida sin previo aviso, la ley del hielo sin qué ni a qué, un no-contestar-llamadas-ni-mensajes-de-texto, crisis existencial las 24/7, pocas horas de descanso y escaso apetito, visitas al hospital psiquiátrico Noguchi, los antidepresivos y dejar el trago. Y de pronto ella: ella misma, pues, causa, o sea, la otra mujer, la segunda en esta historia: baja de estatura, sonrisa perfecta, hoyuelo en los cachetes, abundante cabello negro, muslos macizos, duritos-durotes. ¡Uf! De a diez. De a cheque. Firmeza, hermano, firmeza. Se dijeron sus nombres por primera vez en los pasillos del instituto: eran colegas de la carrera. Ambos conocían al otro de vista durante casi dos años: habían coincidido en varias clases de equis profesor y en la cafetería cuando era breiq u hora de salida, y en la entrada de los baños. Un amigo en común los presentó: por pura cortesía, nerviosismo, por exacto acto reflejo y retrasado del buen amigo en común. Iba vestida enteramente de negro: las botas negras de cuerina hasta las pantorrillas bien marcadas, la chamarra negra atrincada y semiabierta, el polo negro de Batman con el cacharro de El Guasón justo al centro (y el popular payaso parecía sonreír de veras: cachoso, guapo, en jocoso autorrelieve). Iba vestido enteramente de huecos: zapatillas Converse rotosas, bluyín en jirones por las rodillas, polo ancho y rotoso también, o más bien ajado, charcheroso, lacra, lacra. Hubo un contacto no visual, tampoco físico, en el saludo de presentación: se dijeron sus nombres y besaron sus cachetes, pero habían hecho un movimiento más en esa tranza. Y el asunto quedó afianzado cuando comentaron sus gustos musicales: que si el trovador Joaquín Sabina, que si tal canción de tal álbum de Joaquín Sabina, que si te agrego a Facebook o tú me agregas y que viva Joaquín Sabina, joder, tío, ostias. El resto de la historia se antoja de algún modo notorio que resumiré en comentarios clave: restaurante La Flecha, paseos por el jirón de la Unión y la alameda Chabuca Granda, la jato del buen amigo del instituto en San Martín de Porres, baile de salsa sensual en el cuarto a oscuras del buen amigo del instituto, que sí, que no, que mejor-no-acá, que mejor-vámonos-a-un-lugar-más-propio-más-nuestro, el hotel Meridiano en San Juan de Miraflores la primera vez (su primera vez, causa: su primer polvo, sí, a pesar de su exnovia de tres años), nuevamente el hotel Meridiano, y nuevamente, y nuevamente, y nuevamente, y nuevamente, y nuevamente, todos los telos a lo largo y ancho de la Panamericana Sur, guanábana refregada en el miembro, succión y tres orgasmos al hilo, la candidiasis (¿no sabes qué es la candidiasis, causita?), siempre el hotel Meridiano en el barrio de la CT con sus caramelitos de menta en recepción para curar las llagas de sus jóvenes amantes, los días, las semanas, los meses, los meses, los meses, el urgente ahora. Pero hoy latea, latea y latea a paso lento, lentísimo, a modo zombi; un paso acojudado por el infortunio y las malas pasadas, porque así es: la inercia de lo-que-se-nos-vendrá- encima-como-esa-jodida-niebla-y-garúa-en-Surco-a-las-dos-de-la-mañana-por-la-avenida-Benavides.
Menos tiza, menos charli, igualmente deputamadre, hermano: camisa descuajeringada, corbata colgando sin su nudo y zapatos manchados de polvo o quizá cansancio. A la altura del Starbucks en la urbanización El Trigal: solo él. Con el diploma recubierto por un estuche de cuerina negra bajo su sobaco izquierdo, cerquita a donde va el corazón, con la medalla de oropel en el bolsillo interior de su bléiser. Perdedor, pues. ¿Perdedor?
¿Qué significa perder cuando no celebras nada? La medalla y el diploma se los habían entregado dos o tres horas atrás: el mérito era de sus padres. Sus viejos estaban en la platea: haciendo así con la mano, mandando besos a la distancia; orgullosos, pechinflados, japis. El auditorio, causa, hervía de gente: ni una aguja entraba en ese pajar. Firmeza, cholito, firmeza. Deputamadre. Aplausos, lágrimas, selfis. Derreputamadre. Frasecitas cliché: «Lo logramos», «Juntos por siempre», «Eres todo para mí»... Esa mierda melosa, y, para tragarla, uno, dos, cuatro, seis, nueve copas de champán al final. ¡Salud, ma! ¡Salud, pa! ¡Viva la música! ¡Abajo los antidepresivos y los psiquiatras! ¡Arriba los próximos profesionales del Perú! ¿Qué? ¿Vamos a ir a la Calle de las Pizzas? ¿Una reservación para festejar? La reservación es para cuatro: Azul viene con nosotros. Y en el restaurante, el mozo se vio obligado a colocar una silla más en una mesa para tres: palta, causa; rochesazo. A la luz de las velas, como en los tiempos más violentos: papá, mamá, Azul, él. Los cacharros bronceados por el fuego de las velas, cholito, sudorosos, ojos tembleques, manos escurridizas. Voz áspera por la cera y la insatisfacción, carajo. Qué fea nota es no ser bienvenido, ¿verdad? Luego las jarras de sangría: una, tres, cinco... El trago que se te dispara a la cabeza. Más los tanganazos de champán, estás hecho una pasa, das pena —podrías dar risa, pero das pena—, miserable, pollo mal, y se te revuelve la conciencia y la bronca de tus sueños, pues: chapas tus cuatros cosas (en realidad, solo el estuche de cuerina negra), coges la mano de tu chica y mandas a freír monos a quien sea, así se trate de tus viejos, y ellos te reclaman, discuten duramente, malagradecido, por esta bellaca, quitanovios, por esta calzonsuelto, esta hija de..., y ya le diste la espalda a la infelicidad y estás caminando junto a tu chica por el parque Kennedy rumbo a la avenida Benavides, buscando un telo, tras un refugio, un lugar, como dice un escritorsazo peruano, causita, «un lugar donde colocar el sentimiento de tu inocencia», y ella, tu chica, Azul, te dice que no, que no podrá, que no puede con esto, que —después de todo— ella se tenía que marchar a casa porque en casa, lo sabes, nadie conoce de tu existencia, eres un fantasma, un NN, un compañerito más del instituto que pretende asolapadamente a la niña de los ojos de papá, y tú te llenas de más ira, impotencia, de más pena, de más no-sé-qué, y la mandas a la mismísima mierda, gritas, agitas los brazos, retuerces el cuello, vuelves a gritar y a sacudir los brazos como si fueras a darle una pateadura, causita, pero no lo haces, no, porque quieres pensar, por la putamadre, que eres bueno, que aún existen las ilusiones después de un largo camino, que no hay vuelta atrás para ti y para nadie, y entonces suben a la primera combi pirata que cruza por la avenida Benavides, Azul y tú se sientan juntos, ella llora como mal puede y tú te das una pestañeada, cabeceas durante el trayecto, cabeceas y te despiertas y cabeceas y te despiertas, quieres creer que es una pesadilla pronta a apagarse como un balazo, pero no, ahí están los dos, Azul chillando y tú, extrañamente, anhelando cuidarla, secarle los ojos y estamparle los labios en su frente, y ya están en la Panamericana Sur, sesenta cuadras después, y Azul no deja de berrear como la niña que quizá siempre ha sido, causita, firmeza, hermano, firmeza, y una mujer, una vagabunda harapienta debajo del puente Ricardo Palma te mira, y con esa mirada te interroga, y con esa misma mirada te grita «¡hijo de puta!», y tú no entiendes la situación, son alrededor de las 2 a. m., Azul, tú, la vieja limosnera y la Panamericana Sur vacía, la ciudad de Lima vacía, y Azul vomitando la sangría de la Calle de las Pizzas en la pared, con su corto vestido negro más arriba de sus muslos; el peinado, un revoltijo; el maquillaje, deshecho. Y entonces te repite que no, que no podrá, que no puede con esto, que —después de todo— ella se tenía que marchar a casa, porque en casa, lo sabes, nadie conoce tu existencia, porque nadie sabe de sus maravillosos momentos ni mucho menos de sus orgasmos en el hotel Meridiano en San Juan de Miraflores, en el barrio de la CT, y toma el primer taxi que cruza la Panamericana Sur, causita, y te deja junto a la vieja mendiga, pues, la vagabunda que vuelve a gritarte con sus ojos «¡hijo de puta!», y tú subes hacia la avenida Benavides, a latear tu propio camino de regreso, porque siempre hay que volver, hermano, hermanito, desandar lo andado por cualquier destino pendejo, pendejazo, ¿verdad?, y encontrarse, reencontrarse con uno, sin pena ni gloria, pero ir hacia el mismo centro de la desdicha, carajo, y sacarla al fresco para ser feliz, con nuestra propia medallita de oro modesto y nuestro propio diploma estuche de cuerina negra que diga «Profesional Técnico en Periodismo Audiovisual: Barona Gonzales, Anthony Bryan», porque de alguna manera, cholo, cada quien ha sido un Anthony Bryan, un Anthony Bryan a su estilo y de veintipico años, sin su ciudad, sin su sueño y sin su amor. Si hasta tocayos somos, pues...
Ganador de la edición Lima 2019 del certamen internacional de improvisación literaria LuchaLibro. Como consecuencia, autor de Todas las estrellas del cielo están muertas (2021), ópera prima de microrrelatos y textos breves en clave narrativa. Fue seleccionado para conformar la Antología, Vol. 2, de la Feria Internacional del Libro de la Ciudad de Nueva York (FILNYC), en 2022. Ha colaborado con revistas y plataformas nacionales y extranjeras. Se maquina bajo la consigna –hecha tatuaje en su antebrazo derecho– que dice «Escribe o muere».