No puedo explicarle a Blas por qué ya no puedo acercarme. Toca la puerta, llora desde el otro lado, y solo atino a responderle algo breve. O quedarme en silencio. Entiendo su ansiedad. Oigo sus pasos en la sala, abatido. Lo escucho rodar por el suelo y asomarse por la ventana. Puedo imaginar su nostalgia. Comparto su soledad. Ya no se acuerda bien de cómo es jugar afuera. Cada vez que suena el timbre, se asoma a mirar la entrada de la casa. Espera que quizás haya llegado su salvador, quien rompa la monotonía de sus días. Alguien que, por fin, le devuelva aquella rutina a la que estaba acostumbrado.
La atención a Blas me la he robado yo: la preocupación por salir a jugar al parque con sus amigos, por que se mantenga hidratado, por ponerle la crema para curar sus heridas todas la mañanas, por saber si está durmiendo o por atenderlo si hace algún ruido cuando algo le fastidia. Ahora hacen todas esas cosas conmigo, menos lo de salir. Las hacen para saber si mi saturación está normal, si la fiebre subió o bajó medio grado, si me duelen los pulmones, si mi olfato regresó, si tomé la medicina, si mi caca sigue siendo líquida o si el día anterior terminé la cena.
Nuestros encuentros cuando salgo al baño son incómodos. Él ve cuando mi puerta se abre y corre con torpeza hacia ella. Yo, que salgo disfrazado de astronauta, cubierto con tres mascarillas, una lámina plástica que cubre mi rostro, un traje sintético sobre todo mi cuerpo y bolsas en mis pies descalzos, sufro con la prohibición de poder tocarlo, de a brazarlo, de acariciarle la cabecita y rascarle detrás de las orejas, de hacerle cosquillas y poner voz de caricatura cuando correspondo su amor, mientras él se estira en el suelo y suspende sus piecitos en el aire, regocijándose de placer.
Cada vez que me disfrazo de apocalipsis nuclear y salgo a orinar, aguanto la respiración en el tramo de cinco metros que hay desde mi habitación al baño. Trato de ignorarlo, pero no puedo. Evito verlo y voy rápidamente para que desista de tener cualquier tipo de contacto conmigo, pero siempre acabamos cruzando miradas. La ida al baño es mi excursión más grande desde hace trece días. ¿O ya son catorce? No lo sé con precisión, no ha pasado nada en los últimos días. Solo el tiempo.
Él ya no se me acerca como antes. Ha entendido que algo está distinto. Cuando salgo de mi cuarto, se para frente a mí con la mirada tierna y la cabeza inclinada hacia la derecha, esperando aún a que yo lo llene de caricias y superlativos de amor inventados en el momento. Se aproxima lento y doy un paso hacia atrás. Él da otro y me sigo alejando. Avanza más y yo sigo retrocediendo. Con mis manos, le pido que mantenga la distancia. Me pregunto si piensa que ahora le tengo miedo, o si es que —de repente— siente que ya no lo quiero. Ya le he explicado que es peligroso, pero no puede entenderlo. Aún es muy pequeño. Se lo he susurrado varias veces cuando se queda mirándome mientras me alejo. También se lo he dicho desde mi ventana con señas, e incluso con dibujos, cuando lo he visto asomarse por el balcón buscando captar mi atención de alguna manera. Sabe que ha perdido la de todos los demás.
Ya teníamos más de un año de confinamiento estricto en casa, con contadas salidas para alguna cita en el doctor o para llevarle algún recado urgente a mi abuela. Mis posibilidades ya habían ido de cien a diez. Esto las redujo de diez a una: trasladarme de una puerta a la otra. ¿Qué hacer cuando solo tienes una opción en la vida? Cuesta pensarlo, pero uno se da cuenta de que puede sacarles la vuelta a los límites. Puede ingeniárselas para crear más combinaciones.
Mis visitas al baño se han tornado en una variedad de opciones inventadas. Aparte de lo obvio —como tomar una ducha, cepillarme los dientes o lavarme la cara—, cuento las losetas de la pared, miro las palomas que pasan por el tragaluz, ordeno por color los jabones y las cremas, repaso los defectos de mi cara en el espejo, escucho a Tito en la casa de atrás peleándose con los repartidores, y leo las etiquetas del champú mientras cago. Varío en mi selección.
Lavarme las manos sí es obligatorio, me lo dijo la doctora en la consulta virtual. De cualquier forma, he reconocido que, si me provoca, puedo ser un ente pestilente, casi putrefacto, que permanece en transición a convertirse en un bodrio aromatizado por sus propios pedos. Ya no me baño. No me cambio la ropa. No tengo ninguna imagen que cuidar. Finalmente, nadie me ve ni me huele. Ni yo mismo puedo olerme. Es una licencia que nunca antes podría haberme tomado. Esa también es una decisión, por supuesto; pero no tengo nada más que perder. Me pregunto si Blas también se siente así respecto a su olor, si es que le da lo mismo. Hace tiempo que no le damos un baño. Presiento que no le importa, aunque quizás sí lo odia y no sabe cómo decirlo. Yo sigo prestando atención al lavado de manos. Es lo único. He visto cómo mi piel se ha vuelto más áspera y ha perdido color. Se siente más delgada cada vez que termino de enjuagarme, como si hubiera comenzado a desvanecerse.
Desde afuera, Blas espera mi salida. Raspa la puerta del baño con sus uñas. Por ratos, sus llantos parecen maullidos y me pregunto si se ha vuelto un gato. Me pregunto si este virus también se metió a mis oídos. Me pregunto si tal vez son los efectos de mi metamorfosis a ser un moticuco de manos transparentes, lavadas durante veinticinco segundos al son imaginario de las primeras estrofas de La gallina turuleca. También podrían ser los primeros versos de ese reguetón que tanto extraño de las fiestas. La canción depende del día, la escucho en mi mente. Ya no canto. Casi ni hablo.
Cuando abro la puerta para volver al cuarto, su mirada manipuladora me intercepta y me duele. Me hace sentir culpable. Veo la pena en sus ojos. Veo la necesidad de que le corresponda, el desahucio y la desesperación porque ha sido mucho tiempo de amor interrumpido. ¿Cómo puedo echarlo tanto de menos, teniéndolo tan cerca? Tomo aire para evitar la respiración y, así, no expulsar mis gérmenes. Pienso en los abrazos de mi mamá. Necesito tocar a otro ser vivo, aunque sea por un segundo. Aunque sea para que me pase el azúcar o me entregue las llaves de la casa. Me quiebro por dentro y pierdo el control. Dejo de contener la respiración y comienzo a botar algunas lágrimas como en una película en mute. Él me mira fijamente, como si quisiera decirme algo, como si tratara de consolarme. Presiento que, por fin, va a comenzar a hablar y a hacerme un reclamo, o quizás un berrinche. Me veo tentado a bajar mis manos y darle cariño siquiera por diez segundos, sin que nadie en todo el mundo se entere. Finalmente, mis manos son lo único que no se está pudriendo. Son lo único que limpio y cuido obsesivamente, a pesar de que no he podido cortarme las uñas. No me he preocupado de hacerlo por si, cuando estén lo suficientemente largas, me provoca a mí comenzar a rascar las puertas; podría ser un nuevo pasatiempo, una opción más. Siento que mi pulso se acelera y que tengo problemas para respirar, pero no quiero medir mi saturación. Prefiero evitar las alarmas.
Él se agazapa en el suelo. Me pongo de cuclillas y extiendo mi brazo lentamente hacia su frente, a treinta… veinte… diez… cinco centímetros. Mi mano tiembla desde muy cerca, pensando en todo lo que está en riesgo por posibilidades mínimas, dudando de si quiero jugar matemáticamente con la probabilidad en mi cabeza. Me mira fijamente, con un atisbo de ilusión en sus ojos. Las yemas de mis dedos sienten su calor, casi rozando su cabello pardo y tupido. Su cola comienza a sacudirse tan rápido que parece la hélice de un helicóptero, haciendo bailar sus caderas y disparando pelos que se ordenan sobre el piso de madera por el viento generado por la misma propulsión. Finalmente, toco su cabeza tibia con mi mano completa, la acaricio y me decido a tirar suavemente de su cuero cabelludo. Él deja de contenerse y se abalanza sobre mí, tumbándome. No puedo resistirme y lo abrazo. Comienza a lamerme por encima del traje apocalíptico y siento el calor de su orina sobre mi pierna, empapada por la emoción. Me descompongo y comienzo a sollozar, tapándome la boca para que no me escuchen. Él sigue entregándome el amor de todas las formas en que puede. Le sostengo la cabecita, que me mira fijamente, y, con los ojos empapados y los pulmones complicados, le confieso con pánico que no sé cuánto más pueda soportar. Lo estrujo más fuerte contra mí mientras siento otra descarga caliente sobre mi cuerpo, que de alguna manera me da paz y ganas de seguir intentándolo. De no darme por vencido. Como una respuesta natural de mi cuerpo que no puedo controlar, expulso desde mi entrepierna mi propio líquido, creando una suma de calores que me devuelve un poco de la vida que siento que se me ha ido con la falta de aire. El contacto que tanto he anhelado, derramado entre nosotros.
Desde abajo, Graciela grita mi nombre y me retraigo violentamente, como si me hubieran descubierto al cometer un crimen, al violar las reglas de mi única opción multiplicada. Un error de este tipo podría ser mortal. Retumban en mi cabeza las palabras de mi papá: «El enemigo es invisible». De pronto, el calor de la ropa mojada se vuelve gélido, como si la culpa hubiera irrumpido cual tormenta de nieve en el día más soleado.
Mi hermana me llama de nuevo. Me avisa que, en cinco minutos, me subirán la sopa. No le respondo. No quiero que sepa que estoy afuera. Me diría que soy inconsciente y egoísta, y haría una lista de todos los tíos y tías que han muerto en los últimos meses. Me alejo de Blas, desconcertado por mi reacción súbita y con las patitas mojadas manchando la alfombra. Recuerdo con mucho pesar lo que dijo la doctora acerca de que él podría ser un «vehículo para el virus», e imagino a un monstruito montado en él cual soldado iracundo a caballo en batalla campal, decidido a enfrentarnos y seguir acabando con nuestras vidas.
Escucho pasos en la escalera y me apresuro a lavarme las manos, rápido y fuerte, casi lijando lo que queda de ellas. Ya no canto ninguna canción ni cuento veinticinco segundos. No los tengo. No puedo respirar bien. Cierro con prisa mi puerta y pongo seguro. Me apoyo de espaldas en ella, como tratando de sostener una avalancha que viene detrás e intentando recuperar el oxígeno. Sé que nadie se atreverá a entrar; él es el único que quiere acercarse.
Comienzo a escuchar sus ladridos, que suenan cada vez más alto desde el otro lado. Oigo su respiración por debajo de la puerta y suenan sus garras sobre la madera, que parecen querer tallar algún mensaje desesperado, cargado de euforia y tristeza; todo a la vez.
Comunicador de la Universidad de Lima. Alumno de la MEC PUCP. Su trabajo explora el apego en las relaciones (reales o inventadas), la torpeza y la pérdida del control. Viajero obsesivo en búsqueda de material creativo. Está escribiendo su primera novela, Corazón impar.