Antes de la Revolución, el tren de Cienfuegos a La Habana se detenía en una estación que ahora está en medio de un cañaveral y que Caridad contempla tomando de la mano a su hijo Efraincito. Caridad había abordado ese tren cuando se fue a La Habana a los 20 años, antes de que su vida se volviera ordinaria e infeliz. Antes de que conociera a Efraín, el jefe del Departamento Agroalimentario del Comité Central del Partido Comunista con el que tuvo un hijo, al que bautizó con el nombre de su padre.
Esa estación, que Caridad mira con tristeza, es apenas un andén que linda con una construcción desigual de muros azules y techos de tejas rojas consumidos por el trópico y el abandono. Efraincito mira a Camilo Cienfuegos y al Che Guevara. Lucen despintados sobre las paredes, y una ventanilla estrecha con barrotes oxidados revela el lugar donde estuvo la boletería. En el centro del andén, ya no está el portón tallado de doble hoja por donde entraban y salían los pasajeros. Sobre ese forado, permanece el letrero de madera oscura y carcomida que anuncia el nombre del pueblo y de la estación: Congojas. La gente se vestía de domingo para subir a ese tren, le cuenta Caridad a Efraincito.
Los rieles son la cicatriz de Congojas. Siguiendo su trazo, hacia el norte de la estación, entre cobertizos de latones rajados por el sol y matorrales secos, se pueden ver las carcasas de locomotoras que, en un tiempo feliz antes de Fidel, iban y venían desde la central azucarera de Parque Alto con dirección a Santa Clara, Santiago de Cuba y Sagüa La Grande. En Parque Alto se molían a diario doscientas mil arrobas de caña, escucha Efraincito sin entender bien lo que le dice su madre. De esa época, solo sobreviven unos flamboyanes colorados y brillantes que acompañan a las locomotoras. Detrás, se adivinan las ruinas de lo que fue una dulcería industrial. Pasando los muros destruidos y un cartel que anuncia que sus productos se exportan a todo el mundo, vuelven a aparecer los cañaverales. Efraincito quiere correr hacia ellos, pero Caridad lo sujeta con fuerza de la mano.
Caridad reconoce fácilmente el trazo del terreno donde existía un hotel de cuatro pisos con mampostería de piedra, habitaciones con balcones franceses y un bar suntuoso con aire acondicionado donde tomó su primer old fashioned. Es un espacio cuadrado, entre la hierba alta de la caña y las flores espontáneas de romerillo. Ahí estaba el patio central del hotel y, en el centro de este, donde ahora solo queda tierra gruesa y muerta que Efraincito rasca con sus dedos gordos y rosados, se levantaba una estatua de mármol de Carrara del apóstol José Martí. Antes de descubrir que Efraín tenía mujer, hijos y una casa en el Vedado, Caridad había imaginado una fastuosa recepción en ese hotel. Sus parientes habrían llegado desde Cienfuegos, Cumanayagua y Santa Clara, con trajes largos y brillantes, con corbatas de lazo y regalos encargados a Europa. Hasta había sentido las manos blancas de Efraín tomándola de la cintura en el baile del que todo Congojas hablaría durante semanas.
Caridad recuerda que el tren pasaba por Congojas a las 11 de la mañana todos los días, excepto los domingos; y que, cuando la estación y el hotel quedaban vacíos, se escuchaba claramente entre los flamboyanes a cotorras, grullas y zunzunes desde el Anaya, el riachuelo que cruza Congojas. Hoy solo se oye el rumor del Anaya, condenado a descargar sus aguas verdes y sin vida en la bahía de Cienfuegos. Caridad todavía puede oler un extraño esplendor en ellas. El que conocía antes de La Habana y antes de Efraín. Antes de que la Revolución llegara a Congojas.
Es periodista y editor de deportes de Radio Programas del Perú (RPP). Estudió Ciencia Política en Estados Unidos y Derecho en la PUCP. En 2022 publicó La fe de ayer: amor, fútbol y revolución, un libro que empezó a escribir como crónica y terminó siendo una novela. Si bien sus textos se acercan a la autoficción, intenta seguir el consejo de Richard Ford cuando dice que una buena novela autobiográfica es aquella en la que el escritor imagina cosas que están muy lejos de su propia vida cándida.
En un momento de mi vida, repartí pizzas y fui corredor de hipotecas en Nueva York
(al mismo tiempo).