[Breve nota inicial de Lucia Tupac Yupanqui Palomino]
Cuando imaginaba este artículo, tenía un plan. El plan se independizó, cambió por cuenta propia, y me alegra. Escribí a David Oubiña y le pedí que respondiera algunas preguntas acerca de las ideas que nos compartió en sus clases hace un par de años y que aún hoy habitan frescas en mi mente: «Las disciplinas [artísticas] son lenguajes con los que uno pesca el mundo», «No hay buenas o malas historias, hay buenos o malos modos de contar historias», «Cuando uno escribe un guion, tiene que estar dispuesto a cometer atrocidades». Esas ideas comparten espacio en mi memoria con su selección personal de fragmentos de libros y escenas de películas improbables. Vimos, por ejemplo, un grupo de hombres rodando cuesta abajo, en una ladera cubierta de nieve; cada uno iba abrazado de una oveja. David abrió la conversación, nos prestó sus ojos y, de pronto, veíamos distinto. La misma secuencia de imágenes había ganado una nueva capa de significado: una devoción universal con la que es posible conectar, aunque las circunstancias nos resulten ajenas.
David es como una combinación única de lentes que nos revelan una visión particular –o, como él dice, anfibia– del cine y la literatura, a la que no tendríamos acceso de otro modo. Por eso, me entusiasmaba descubrir sus respuestas y mi plan era escribir un texto que las tejiera. Su mail llegó y, tan pronto como terminé de leerlo, supe que no hacía falta cambiar de lugar una sola palabra. Supe que deseaba (re)moverme alegremente de en medio y compartirlo exactamente como había sido escrito:
El lenguaje es siempre una red que uno arroja para pescar las cosas del mundo. Pero, finalmente, uno solo puede capturar aquello para lo cual su lenguaje está capacitado. Es lo que dice Barthes: la lengua es fascista, porque obliga a decir. No digo lo que quiero, sino lo que mi lengua me permite. Hay un texto bellísimo de Borges, Tlön, Uqbar, Orbis Tertius, donde se hace referencia a una lengua que carece de sustantivos, aunque, en cambio, posee verbos, adverbios, adjetivos; de este modo, los hablantes no perciben el mundo como un concurso de objetos en el espacio, sino como una serie de relaciones abstractas. Vemos lo que nuestro lenguaje nos hace ver. Yo elegí la red del cine y de la literatura: una red de doble malla, digamos.
Durante mi formación, oscilaba permanentemente entre ambos: hice estudios de realización cinematográfica y también hice estudios de Literatura. Cursaba la carrera de Letras mientras trabajaba en cine. Todo el tiempo pensaba que, en algún momento, iba a tener que elegir una u otra disciplina. Como era una decisión incómoda, postergaba el tiempo de la decisión. Hasta que advertí que mi naturaleza era anfibia y que mi especificidad debía estar en el cruce de las dos. Lo que me gusta es esa situación de doble extranjería: soy de Literatura cuando estoy con la gente de cine y soy de cine cuando estoy con los de Letras. Esa doble extranjería permite siempre una mirada descentrada, una perspectiva impropia. Y me parece que es ese descentramiento el que hace surgir las ideas nuevas o diferentes para acercarse a la literatura o al cine. Lo que me interesa en ese cruce es indagar: qué hay de la literatura en el cine y qué hay del cine en la literatura. Pero no para pensar qué tienen en común, sino, más bien, qué puede hacer la una por el otro y viceversa. Son discursos inconmensurables y, en cuanto uno acepta eso, cualquier diálogo se vuelve posible.
Mi formación principal fue en Literatura y creo que la manera en que me aproximo a los films tiene que ver, siempre, con el modo en que aprendí a leer en la carrera de Letras. Y, entre otras cosas, lo que aprendí allí es que la literatura es mucho más que historias. Por eso, aunque me gusta mucho el cine clásico (un cine que sabe contar historias), lo que el cine me ha enseñado es que se puede ir a contrapelo: no pensar solo en las imágenes como vehículos de una historia, sino evaluarlas según su poder, digamos, textural. O sea: cuánto sentido hay en cada imagen, más allá de la historia y, a la vez, cómo ese exceso es el modo particular que adopta una historia. En definitiva, creo que lo que el cine me ha enseñado acerca de contar historias es que no siempre es necesario estar narrando; a veces se cuenta más cuando no se cuenta nada. Estamos acostumbrados a un tipo de cine narrativo, pero hay mucho cine por fuera de los relatos. Abbas Kiarostami decía que él buscaba hacer un cine que les permitiera a los espectadores saber menos; no saber más, sino saber menos. Menos es (puede ser) más. El cine, quizás, no tiene que ser siempre bigger than life. Y, entonces, uno puede ir al cine no para saber más, sino para volver a saber menos: en ese punto, las películas restituyen al mundo su ambigüedad esencial.
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Dije, en efecto, que no hay buenas o malas historias; hay buenos o malos modos de contar historias. Es una boutade o una hipérbole. Por supuesto que hay historias mejores que otras; pero lo que quería señalar es que las historias no existen antes de la forma que adoptan. No hay historia antes y por fuera de la forma. El cine es un discurso estético y, por lo tanto, es un discurso donde todo se juega en el estilo. Uno no tiene nada si no tiene el modo en que va a contar la historia. Qué es cómo. En todo caso, una historia potencialmente buena se arruina si no encuentra la forma apropiada, la forma que la hace ser realmente una historia. En qué momento se da cierta información, desde dónde y hasta dónde, con qué duración, con qué énfasis, desde qué perspectiva: todo eso hace a una buena historia.
Hay una película de Woody Allen que tiene una premisa genial. Un hombre que no soporta a su madre sobreprotectora va con ella a un acto de magia. El mago pide un voluntario para un truco y la madre se ofrece a subir al escenario. Entra a un gabinete y el mago la hace desaparecer; pero cuando la buscan ahí donde debería volver a materializarse, no hay nada. La mujer se ha esfumado. El mago está perplejo: no sabe qué ha ocurrido. El hijo, en cambio, está feliz: ha logrado deshacerse de la madre limpiamente, sin violencia, y ahora está libre. Hasta que, al salir del teatro, descubre que la madre ha reaparecido en el cielo y, entonces, toda la ciudad puede verla y escuchar las historias humillantes sobre su hijo que ella ventila ante todo el mundo. El sueño perfecto se ha convertido en la peor pesadilla. Cuando uno cuenta la idea, imagina una gran película; pero cuando ve la película, advierte que las imágenes no le agregan nada a lo que ya sabíamos. Le restan. La historia era buena, pero tal vez no servía para una película; o tal vez el director no supo encontrar el modo más feliz de ponerla en escena; o tal vez la historia era tan buena que, en cierto modo, ya se agotaba al relatarla.
«Entonces, no importa si las historias son buenas o malas: uno escucha o lee o ve historias porque hay modos interesantes de comunicarlas. Madame Bovary tiene una historia perfectamente banal; lo que hace de esa novela una obra maravillosa es el modo en que Flaubert configura su relato. En sus cartas, el escritor decía que quería componer un libro que no tuviera «asunto» (o que el asunto fuera muy delgado, casi invisible) y que se sostuviera exclusivamente por la pura fuerza del estilo.
«Se trata, en definitiva, de experimentar todo el tiempo nuevas posibilidades. Jean Claude Carrière afirmaba que, cada vez que el guionista se sienta a escribir, tiene que estar dispuesto a cometer (imaginariamente) las mayores atrocidades. Sin esa audacia brutal, no hay película. No hay película de lo obvio y de lo previsible. Hay película porque las cosas se salen del cauce, abandonan el terreno de la normalidad y se instalan en un mundo fuera de lo común. ¿Cuáles son las «atrocidades» estimulantes? Bueno, creo que Quentin Tarantino tiene un talento especial para eso. En Reservoir Dogs, hay una escena espeluznante en la que un personaje tortura a otro: le arroja querosene a la cara y, de pronto, saca una navaja y le corta una oreja. En una entrevista, Tarantino cuenta que, cuando el personaje extrajo la navaja de su bota, él se sorprendió: como si el personaje tuviera vida propia y actuara independientemente de las decisiones del guionista. No es cierto, por supuesto, pero me gusta esa actitud en la que el cineasta no trata de imponer un argumento a las situaciones, sino que se deja llevar por ellas.
Claro que aquello que se sale de lo común no es necesariamente una garantía; en todo caso, es una condición necesaria, aunque no suficiente. Pero me parece que uno siente que hay algo que vale la pena contar cuando es algo que no se le ha ocurrido a nadie más. Y, por lo tanto, es algo nuevo. Algo nuevo que uno puede agregar al mundo».
Es docente universitario y ensayista. También, esporádicamente, escribe guiones. Como no podía decidirse entre la literatura y el cine, se quedó con los dos. Le gusta trabajar sobre miniaturas: descubrir, en un texto o en un filme, un detalle que pasaba inadvertido y que es rescatado por un espectador/lector generoso.
Cuando jugaba al fútbol, era un buen número 8:
un esforzado y elegante mediocampista central.