Cajón de Sastre

La Avanzada

Diego Steinhöfel

En mi último semestre de la MEC lo internaron a mi padre en un hospital al pie de los Alpes. Durante las mañanas me senté al borde de su cama y leí en voz alta los nuevos capítulos de mi novela. Él me escuchó con los ojos cerrados, su piel lucía transparente como las alas de una libélula. Hasta que un día un compañero me mandó el con curso de Samanta Schweblin, para participar en su taller en la Patagonia. Mandé un cuento que escribí en un seminario con Giovanna Pollarolo. Pienso que la maestría me dio las herramientas, el vocabulario literario y también la confianza para participar. Quiero compartir con ustedes cómo aquellos cinco días en el sur del continente impactaron mi escritura: 

Si te acepta en su taller en la Patagonia, tienes que escalar el cerro Piltriquitrón, dice mi padre. Vamos juntos en cuanto te mejores, digo, aunque los dos sabemos que eso no va a ocurrir. Leí que, entre los picos nevados, hay una pista de aterrizaje escondida, dice él, y sonríe triste mientras los últimos rayos del sol iluminan la habitación. Ellos no existen, respondo, y en el pequeño cierre de sus ojos reconozco que mi respuesta le dolió. Mi padre está demasiado cansado para argumentar y le da un ataque de tos. Antes de que pueda disculparme, entra la enfermera, le aspira los mocos y le coloca una mascarilla de oxígeno. 

Tres meses más tarde, me escribe Samanta Schweblin: 

Si reciben este correo, es porque son parte de La Avanzada y hay que ponerse inmediatamente a buscar alojamiento en Lago Puelo. Vamos a hacer algo así como un retiro espiritual, pero literario; o un club de verano, pero con gente que escribe; o un grupo de amigos nuevos para contraatacar la soledad de la escritura; o un capricho exorbitante, sí, sobre todo esto último.

La primera vez que viajé por la Argentina, Cristina acababa de asumir la presidencia; yo no sabía que existía un canon literario, tampoco había escuchado del boom. Seguía una estrategia alternativa para comprar libros: ¿Qué autora joven me recomiendan leer?, pregunté a una mujer que trabajaba en la feria de libros del parque Centenario, en Buenos Aires. ¿Qué tan joven? Me llevé la mano al corazón y dije: así de joven. La mujer me trajo Pájaros en la boca, de Samanta Schweblin. Recuerdo que aquel día me olvidé de bajar del colectivo porque no pude dejar de leer y terminé en Lanús, en pleno conurbano. Esperé al frente de una gomería, donde un hombre preparaba choripanes en una parrilla. Me pregunté cómo la autora crea esta constante tensión entre miedo y curiosidad. Sentía lo mismo de niño, cuando mis primos mayores miraban películas de terror y no podía dejar de observar la tele a través de la mirilla. Pienso en la última frase de Cabezas contra el asfalto, un cuento de aquel libro: «El mundo lo que tiene es una gran crisis de amor, y de que, al fin y al cabo, no son buenos tiempos para la gente muy sensible». En los años siguientes a aquel viaje a la Argentina, leí más libros de Samanta, como Siete casas vacías, Distancia de rescate y Kentukis

Estoy nervioso porque voy a conocer a una autora cuya escritura admiro desde hace mucho, y también porque voy a conocer a doce personas nuevas. Debajo de mi pantalla me mira mi padre desde un carnet. Dice: Feria Internacional de Avistamientos de Ovnis, 1977. En la foto, mi padre lleva el pelo largo y el flash se refleja en su sonrisa. El carnet tiene el símbolo de un ovni en la parte de arriba. Me lo llevo a la nariz. Huele al protector solar que siempre usaba él cuando íbamos a las montañas. 

En los días siguientes, el chat grupal de La Avanzada arde. Se forman grupos para reservar cabañas y viajes. Porque soy demasiado lento, o tímido, reservo una habitación a solas en un hostal al lado de la cabaña donde vamos a escribir. Martes 5 de diciembre, el avión de Aerolíneas Argentinas desciende a Bariloche y en el horizonte lucen picos nevados bajo unas nubes oscuras. Faltan cinco días hasta la asunción del nuevo presidente Milei. Me encuentro con  José, un compañero de clase, y paseamos por Bariloche buscando un arbolito que pueda cambiar mis dólares a pesos. Con un fajo de billetes, me voy a la estación. En El Bolsón tengo que hacer escala y tomar el bus local, La Golondrina. Espero enfrente del supermercado La Anónima. Dos mochileras hacen malabares en el semáforo mientras un niño se compra un cucurucho en la heladería Jauja. Enfrente veo una librería llamada El Clon. Cruzo, paso por una remisería llamada El Piltri y me doy cuenta de que, al final de la calle, me saludan los picos de la montaña que nombró mi papá. Entro a la librería y compro Casi nada que ponerte, de Lucía Lijtmaer. En la estación del bus empiezo a leer el libro mientras el sol del mediodía golpea mi espalda. Leo: «Ser hijo de emigrantes te convierte en una isla en medio del Pacífico. Tu pasado es una narración. Es como tener la cabeza metida en un tupperware». Entiendo exactamente lo que describe, por eso leo y escribo en castellano y no en alemán. Me interrumpe un claxon. Subo la mirada y me saluda una mujer desde un Renault 12. ¿A dónde quieres ir?, pregunta y se toma un mate. Para allá, digo, y muevo la mano hacia el sur. La Golondrina recién llega en una hora; si quieres, te llevo hasta Lago Puelo, dice. 

Me levanto un poco indeciso.  La mujer aparta tres paquetes del asiento del copiloto. Me subo y pone un casete. Canta Die Toten Hosen, un grupo de rock alemán de los años ochenta. Qué casualidad, soy de Berlín, le digo. Se encoge de hombros, no parece sorprenderle. Salimos de la ciudad y le cuento que voy a participar en el taller de Samanta. Muros de retamas amarillas bordean la carretera mientras pasamos campings y bungalows. La mujer señala un cartel que dice: Bienvenido a Chubut. Cruzamos el paralelo 42. Acá pasan cosas extrañas, dice la mujer. ¿Una pista de aterrizaje en las montañas, por ejemplo?, pienso, pero me muerdo el labio. Me mira de reojo y guarda silencio. ¿Qué hay en los paquetes?, pregunto. Soy socorrista en Bariloche, pero como mi sueldo no alcanza, en las tardes trabajo como repartidora. ¿Y este?, le pregunto y señalo a un paquete amarillento que parece haber viajado durante años. La mujer fija la mirada en la carretera y su silencio cubre el interior del carro como un manto de nieve. Me deja en frente de mi hostal.

En el living de Samanta

Samanta nos recibe con un abrazo, medialunas y termos con agua caliente para el mate. La cabaña parece sacada de los Alpes, las paredes aún conservan el aroma a pino. La luz de la mañana se mezcla con las risas del grupo. Después de una breve introducción, dice: tienen un minuto, escriban una frase. Leemos en voz alta. Samanta escucha, a veces con los ojos cerrados, quita esta palabra, dice, ahora lee la frase al revés. ¿Ves?, ahora funciona. Analiza cada frase con un bisturí y con las ganas de alguien que se mete a bañar al río en un día de calor.

En un podcast con Adam Biles, Samanta cuenta que aprendió a escribir en talleres literarios en Buenos Aires, por ejemplo, con Liliana Heker. Dice también que, hasta que no salió del país, no se dio cuenta de esta particularidad argentina: aprender en los livings de autores que uno leía. Sé que Samanta vive en Berlín; llegó hace diez años con una beca y se quedó. En una charla, dijo que la distancia geográfica le da libertad; y que a pesar de vivir afuera, sigue escribiendo sobre la Argentina. Recuerdo las palabras de Fernanda Melchor en una conversación con Hinde Pomeraniec: Somos cuerpos anclados en un territorio. Me imagino que Lago Puelo es para Samanta como un salón: un lugar de descanso de la locura de Berlín, donde puede hacer caminatas por las montañas y conectarse con la tierra. Que invitarnos a escribir con ella en Lago Puelo es un experimento de combinar dos territorios.

En el mismo podcast, Samanta recuerda su experiencia en un lago de Berlín. Llegó y vio a una familia alemana. Nietos y abuelos jugaban cartas y se bañaban desnudos. Algo típico en el este de Alemania, donde la desnudez, el Freikörperkultur, era una forma de libertad dentro de un régimen opresivo. Samanta cuenta cómo su extrañeza se transformó en el cuento Mis padres y mis hijos.  

En las vacaciones, mi tío siempre se quitaba su ropa de baño. Llevaba una cicatriz en el cachete del culo, que se volvió rojo bajo el sol, y hoy me pregunto cómo se habría lastimado ahí. Es tarde para preguntarlo. También es demasiado tarde para contarle a mi padre que estoy en el patio de Samanta, comiendo el mejor asado. Quiero contarle que mi compañera, Paola, toca el bajo en la banda Sorry con su hermana gemela. Quiero contarle que mi compañero artista pintó exactamente 170 centímetros cada día con el mismo bolígrafo durante siete años. Contarle que comparto un retiro espiritual, pero literario, con catorce personas sensibles.

Al fin de aquella noche llena de malbec, corro a mi cabaña para anotar todos los libros que se nombraron. Corro también porque quiero escapar de la mandíbula del perro del vecino, que mordió a Gastón el primer día del taller. Grito los nombres para no olvidarme: Wolff, Keret, Ugresic, Munro, Zambra, Lispector. Estoy a cien metros de mi cabaña, freno y saco un boli. Anoto los nombres en mi antebrazo. Miro hacia el cerro Currumahuida, que se eleva al este del pueblo. Entre los cipreses de la cordillera, titila una luz. Toco el carnet de mi padre, que se humedece en mis manos, e inhalo el olor a protector solar. Cuando vuelvo a subir la mirada, el bosque irradia una oscuridad que araña mi espalda. Ladra un perro. Hacia el sur, detrás del cerro Tres Picos, vuelve aparecer la luz que vi antes; ahora se mueve en zigzag. 

La relación entre autor y lector es un baile

Es el tercer día. Hoy empezamos con un ejercicio nuevo. Saquen un papel y un lápiz, dice Samanta. Crujen las mochilas y carteras. Hagan un dibujo. El tema es: «Estoy en la playa con papá y mamá», dice Samanta. Tenemos un minuto. Dibujo una toalla, el mar, un cooler, aletas, una sombrilla. Miro hacia la izquierda y veo lo mismo. Desearía haber pintado algo distinto, pero es demasiado tarde para cambiarlo. Nos damos cuenta de que toda la clase dibujó lo mismo. En el discurso que dio en el Foro Internacional por el Fomento del Libro y la Lectura de Chaco, Samanta Schweblin habló sobre este ejercicio. Como autores, debemos evitar los lugares comunes como «estoy en la playa con papá y mamá, y traje una sombrilla para protegernos del sol». La segunda parte es muy obvia, pisamos la imaginación del lector, la tenemos que cambiar. Samanta escribe: «Estoy en la playa con mamá y papá. Es de noche, está nevando, papá acaba de cumplir sus ochenta. Eso que sintieron, esa resistencia, es el roce entre la tendencia que cualquier texto genera en nuestras cabezas, y algo nuevo que se impone». Ahí empieza el baile; nunca se olviden del lector, dice Samanta. Lo anoto con colores en mi cuaderno. 

Escribir es un acto colectivo

El cuarto día hacemos una caminata por las montañas. Subimos el cerro Currumahuida y  nos dirigimos al lago. Cruzamos un bosque de avellanos silvestres y en el valle reconozco mi hostal. Aquí mismo debe ser donde vi las luces extrañas hace unas noches. Me asomo en busca de una casa o una torre de celulares que podría ser el origen de las luces, pero solo veo árboles. Una compañera camina a mi lado; es vasca y vive aquí desde hace muchos años. Casi todos los habitantes de la Comarca Andina han observado algo extraño, me cuenta. Abajo brilla el lago Puelo. En pocos días, el grupo se ha unido como si nos conociéramos desde hace años. Samanta nos cuenta de sus videollamadas semanales con la autora Vera Giaconi. Se toman los primeros quince minutos para conversar de sus vidas y después, durante dos horas, escriben cada una en su proyecto. Samanta nos propone formar grupos de cuento y novela, y reunirnos una vez por semana. Y creo que esto es lo más valioso que llevo del taller: un grupo de amigos nuevos para contraatacar la soledad de la escritura. Dos meses más tarde, formé un grupo con José y Olga. Llevamos seis meses reuniéndonos todos los jueves para leer nuestros textos.

Amasar

En la última noche, voy a la YPF para comprar cigarros. La gasolinera me espera como un ovni en standby, las polillas zumban alrededor de sus luces azules. Es la noche anterior a la asunción de Milei. Una larga fila de carros espera frente al único surtidor de gasolina y veo un Renault 12. Nadie sabe si la inflación acabará o explotará mañana. ¿Quieres un mate?, oigo una voz familiar. Me dirijo al carro y me saluda la mujer que me llevó el primer día. ¿Entregaste el paquete? pregunto. Ella toma un sorbo y mira hacia el sur, en dirección del Currumahuida. Es para una persona importante de mi vida, que ya no está aquí, dice y acaricia el cartón amarillento. ¿Has visto algo extraño durante tu estadía?, me pregunta ella. En mi bolsillo busco el carnet de mi padre. Creo que entendí que, a pesar de que la escritura y la vida pueden ser muy solitarias, no estamos solos. No porque haya algo extraño volando por ahí (aunque no puedo probar lo contrario), sino porque existen otros seres humanos sensibles. Como escribe Leila Guerriero en Teoría de la gravedad: «Hay que amasar el pan. Hay que amasar el pan con brío, con indiferencia, con ira, con ambición, pensando en otra cosa. Hay que amasar el pan en días fríos y en días de verano, con sol, con humedad, con lluvia helada. [...] Hay que amasar el pan para vivir, porque se vive para seguir viviendo. Escribir. Amasar el pan. No hay diferencia».

Diego Steinhöfel  (Múnich, 1987)

Es peruanoalemán, politólogo, ciclista y amante del ají. Creció entre los Andes y los Alpes. Siempre que puede, se escapa a la naturaleza. Necesita escalar rocas, nadar en el mar, andar con los pies descalzos y leer en la carpa con una linterna. Todo para escuchar la voz que lleva adentro. Últimamente, escribe sobre la pertenencia, la tierra y la identidad. Le inspiran autores como Fernanda Melchor, Samanta Schweblin, Cristina Rivera Garza, Eduardo Halfon y María Sonia Cristoff. Vive y trabaja en Berlín.

Puedo recordar diálogos de películas enteras, pero nunca dónde dejé las llaves.

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